Desde que el sueño se hizo evitable, desde que robo momentos al tiempo, escribo mentiras y verdades que no existen y que invento Entonces, rebobino lo vivido como si de una película subtitulada se tratase.
Me detengo a contar la historia de un hombre entrado en años, de aspecto bonachón, de piel color aceituna, que pasea su rutina diaria acompañado de una cantarina melódica y metódica que proclama como si vendiese la última pócima que Melquíades ya ofreció a mi Buendía en el espejo de Macondo; premia a todo aquel que se le acerca con un aleteo de cupones y loterías de papel punteado, con una futura suerte que puede llegar a las nueve de la noche de ese mismo día o cualquier otro día del año, envuelto en una esperanza de mago salvador de desdichas ajenas que no cercanas.
Era yo más, mucho más joven, quizás un niño, cuando algunos días vagaba hacia el encuentro esperado por mi, ensimismado por la calle, la calle Real, que en su momento me parecía inacabable.
Justo antes del inicio, un enorme bronce de brazos extendidos colgado de la pared externa de la parroquia preside el comienzo, debajo una retahíla de nombres que nunca fui capaz de completar, jugaba a encontrar un parentesco imposible que me atara a un apellido o un nombre, el juego se diluía igual que las letras sobre el fondo de sucio oxidado del blanco mármol que las contenía.
Más abajo la pizarra que todo el mundo lee, a veces vacía, a veces completa de discursos de despedida de difuntos que se anuncian con el duelo de campanas programadas a media mañana, que atraen a modo de hormiguero a todo el que pasa para una estancia de media hora.
Más adelante, una zona de juegos, resbalaba una y otra vez en las escalerillas de la BNP, enorme pasatiempo gratuito, a las puertas de un banco de depósitos francés.
Y en esa bajada interminable, inmensa subida al regreso, yo esperaba el encuentro cómplice muchos días entre la gente de idas y vueltas, que esquivo, que evito, que observo de soslayo, que pierdo en miradas de silencio, me embeleso en escaparates hasta la altura de Calero, a mitad de camino donde de izquierda a derecha comienza un laberinto de calles que no persigo.
Dejo a un lado, la ferretería Lamoneda, donde las pequeñas cosas insignificantes adquieren su valor, la farmacia de siempre, el minúsculo escaparate llamativo de Doblas que conduce en sendero hacia su interior; al otro lado, los grandes almacenes Amaya como reclamo universal con un rótulo que destaca anunciado la entrada incitando a un “pasa y sube al ascensor de cinco pisos que me divierto”.
Más abajo, la calle se va abriendo hasta la altura de la esquina de Arias, después el espacio se agranda y se estrecha a la vez cuando cientos de personas ocupan una inmensa exposición de mesas y sillas metálicas, y estáticas en su ocio hablan, ríen, beben, y los niños corren detrás de las chapas que los camareros precipitan al suelo en un sonido inolvidable que convierten la alfombra encerada en un destello de colores metálicos.
Entre tanta multitud busco ese canto de cachalote que sumerge al final a la altura Del Plata, o quizás entre El España y El Círculo, como bamboleándose de un lado otro solo espero la sonrisa de complicidad que me comparte ,y por supuesto su "yo no digo que toque pero y si toca" pero tengo que esperar es temprano para tal acierto.
Al final de la calle, el parque cuadrangular Espronceda, me pierdo entre los puestos, el de gominolas, el de las batatas que nunca probé, el del amanerado con gafas y amable; me fijo en la cartelera de cine S del Teatro Carolina Coronado, rodeo en carreras el kiosko central de revistas y periódicos en el que cuerpos semidesnudos descalcificados por el calor asoman en portadas de revistas solapadas colgadas de alambres con pinzas de madera de tender la ropa , después de beber en la fuente de una de la esquinas, y llevarme un susto con algún coche, que a pesar de anunciar su run run sobre el adoquinado, frena bruscamente para levantar la adrenalina en todo mi cuerpo, vuelvo por el camino de regreso hacia el Parque de los Padres.
Esta vez sí, el zigzagueante de zapatos anchos aparece ocupando su espacio, abriendo rutas, saludando como un príncipe en su carroza, repartiendo suertes a cambio de monedas contadas, provocando carcajadas y refranes, deteniendo su camino como si cada cual necesitara escuchar una leve plegaria que inmortalice el encuentro, buscando establecerse en la esquina de siempre para aclamar a diestro y siniestro, "yo no digo que toque pero y si toca", paso por su lado varias veces, sonrío y me entretengo, y de vuelta canturreo para mis adentros yo no digo que toque pero y si toca hasta la saciedad, es lo que recuerdo o no.
Otro exquisito relato de mi gran y buen amigo Germán.
ResponderEliminarDigo yo, que podías haber tomado la foto de Amaya que hizo el amigo Morky y con la que hice una entrada después de navidad. Creo que le pega como anillo al dedo.
Mo enhorabuena por la entrada, y gracias por recordarme esos locales comerciales que ya desaparecieron, como el de Doblas, mi mente ya las había olvidado. Y tampoco es eso... Je je, y lo de las latillas es cierto, recuerdo que las mas cotizadas eran las de la Estrella y además, si podía ser que estuviesen poco dobladas, mucho mejor, pero eso,, lo conseguían pocos camareros.
Mierda, parezco el abuelo cebolletas...
Qué buen relato, Buendía, qué gran descripción. Has conseguido que me transporte en el espacio y en el tiempo, aunque no tanto como Paco, porque yo no conozco la zona. Pero al menos me he hecho una idea.
ResponderEliminarUn saludo.
Excelente paseo, me da la impresión de haber estado de nuevo por ahí.
ResponderEliminarEs cierto, Madrid es precioso.
ResponderEliminarUau sin duda alguna tu guante me ha golpeado en todos los morros. Creo que ha conseguido que no vuelva a hablar más. Me ha encantando no sabes hasta qué punto, preciosa la descripción denotado el cariño y el recuerdo que tienes a tu barrio. Perfecto, Germán, sinceramente, felicidades. Y por favor, no me digas que no escribirás más, porque eres uno de los pocos que me ha tenido leyendo hasta el final del relato.
ResponderEliminarVeo que el artisteo lo lleváis en la sangre.
Pd. Yo también he jugado a las chapas y no soy tan vieja eh.
Un beso en toda la coronilla.
Felicidades Germán, aunque yo crecí y disfruté en Las Mercedes, has conseguido que la mente se me vaya de paseo por aquellas calles y por tantos recuerdos. Esos Domingos de café y dulce en Delgado o El Danubio...o con mi hermano Angel con la radio sintonizando los partidos y yendo de La Piedad al Parque Espronceda, comprabamos golosinas y los quiosqueros nos preguntaban como iba el Athletic...
ResponderEliminarMe alegra que os haya gustado esta pequeña historia que transporta a cada uno al niño/a que fuimos y al que no dejamos nunca.
ResponderEliminarPaco, la elección de la fotografía no es fortuita, y quería evocar las idas y vueltas que tienen nuestros recuerdos.
Dama me gustó que salieras a pasear por el jardín de tu castillo, y que éste te gustase.
David, seguro que te encontraste a Dama por el paseo.
Alan, Madrid podía valer pero...
Ana, Ana Pepinillos, espero que tus morros estés recuperados, pero es hora de que me devuelvas el guante, estoy pasando un frío que alucinas. Me gustó que te gustase.
elpega la niñez tiene esos caprichos, las calles tienen nombres que no existen, y existen calles sin nombre. Me alegro que esta historia devolviera recuerdos hermosos para ti. Aupa Athletic!