sábado, 5 de enero de 2013
El banquero anarquista, de Fernando Pessoa
domingo, 25 de noviembre de 2012
El Hombre del Sur (Roald Dahl y Alfred Hitchcock presents)
Tenéis que pichar en Aún no te has aburrido lo suficiente:
*Actualización (26/11/2012): Como sabiamente apunta David en los comentarios, existe otra versión, de 1985, que es la que realmente conocimos los de mi generación, y supongo que también los de la generación anterior. No están ni McQueen ni Lorre, pero está la churri del Banderas, la Melania Griffith; John Huston como hombre del sur, y Kim Novak y la suegra del Banderas, Tippi Hedren, como invitadas estelares. Y encima este va doblado, para los que las pasáis canutas con la lengua del Sespir. Si tengo tiempo incluiré como última actualización la versión de Tarantino, y así ya las tenemos todas, más que ná pa´compará...
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como me-sitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al water-polo, un poco en serio y un poco en broma.
viernes, 18 de noviembre de 2011
El hechicero de la montaña de fuego, guía de juego


En los túneles iniciales

-Llave nº 99 -Libro conjuro antidragones "Di Maggio" -Ojo del Ciclope -Llave nº 111
A la entrada nos encontramos con la primera bifurcación; podemos ir al oeste o al este. Bien, olvidaros por completo de la rama este, donde no encontraremos nada útil para nosotros, y centraros en la oeste (71-301) . La línea nos lleva hacia un recodo que gira al norte y allí se nos despliega un corredor norte-sur. Este corredor se compone de tres puertas insertas en el muro oeste con sus correspondientes salas. Nosotros pasamos de la primera (208) y vamos directamente a la segunda (397). Allí encontraremos la primera de las llaves necesarias, la nº 99. Para ello tendremos que abrir la caja depositada en la estancia (240) y matar a la serpiente (145). Salimos y nos dirigimos a la tercera habitación (363-370), matamos a los dos demonios borrachos que la habitan (116-378), abrimos la caja Farrigo Di Maggio (296) y nos guardamos el libro que contiene, que más adelante nos servirá para derrotar sin despeinarnos al dragón. Salimos (42), llegamos al final del corredor norte-sur y nos encontrarmos ante un corredor este-oeste. Nos olvidamos del oeste, y nos vamos de cabeza al este (113) y después ascendemos otra vez hacia el norte (285). Nuevo pasillo con tres puertas, esta vez en la cara este. De las tres puertas sólo es importante entrar en la primera, donde un hombre pide auxilio a gritos. Accedemos a socorrerlo (213-36-263) y a cambio el nos ofrece tres informaciones muy importantes:
- Presentar respetos al barquero, esencial para cruzar más adelante el río
- Buscar a un hombre con un perro, poseedor de las llaves del Almacen de barcas
- No olvidarnos de tirar de la palanca de la derecha para abrir la puera de hierro, si queremos evitarnos un disgusto
Le damos las gracias y continuamos ignorando las siguientes puertas (314-300-303) hasta alcanzar el inicio del corredor este-oeste. Pero, oh sorpresa, el acceso está bloqueado por un rastrillo y tenemos que elegir entre tirar de una palanca que se encuentra a la izquierda o de otra situada a la derecha. Hacemos caso al viejo y tiramos de la palanca derecha (128) y voilà, via libre para nuestro viaje hacia el este (58). Silbando apaciblemente nos dejamos llevar por las estelas en la mar; incluso si hemos hecho mucho el tonto por ahí y estamos un poco bajos de resistencia podemos tomarnos un descanso en el banco de madera (15), que no nos va hacer ningun mal, sino todo lo contrario. Pero bueno, yo me he propuesto describir la vía más rápida, así que, infatigable como soy, continuo sin detenerme (367) rumbo al este (323) y más allá (255). Aquí llegamos a una confluencia especialmente importante para esta primera etapa, pues en los aposentos que se alzan frente a nosotros vamos a hallar los dos objetos que aún nos restan por encontrar: el Ojo del Cíclope, necesario para fulminar al hechicero, y la primera de las llaves nº 111. Así que sin pensárnoslo dos veces entramos en la sala (193), nos deleitamos con el lujo que la adorna, y tratamos de llevarnos El Ojo del Cíclope, situado en la estatua que se yergue en un rincón (338). Eso nos obligará, faltaría más, a derrotar al Cíclope de hierro en singular combate (75). Pero merece la pena, porque una vez derrotado, no sólo nos quedaremos con El Ojo del Cíclope, sino que encontraremos automáticamente (75 también) la llave nº111. Y ahora, ya bien pertrechados, con todo los objetos necesarios a buen recaudo, podemos emprender con buena conciencia el camino hacia el río (93-8). Al encarar el último de los corredores norte-sur antes del río, nos asaltará un bárbaro loco que se cree Conan. Aunque nos tilden de corbades, huid de él por la vía del (189), que os pondrá a salvo en una sala con cuadros. Demostrad vuestra indiferencia por la pintura, la madera o las cuerdas y seguid sin deteneros (90-253-73-218): en esta fase ya no hay nada para nosotros.

Cruzando el río y más allá
El objetivo de esta fase es, por supuesto, conseguir cruzar el río sin resfriarnos ni perecer ahogados, que también es importante, y sobre todo alcanzar sin contratiempos la entrada del temible laberinto de Zador. Aunque el viejales al que liberamos antes nos recomendó buscar la llave del Almacen de barcas, nosotros vamos a ensayar otro camino más tranquilo que no requiere de llave ninguna. Hacedme caso, he agotado todos los destinos y os aseguro que no hay en el Almacen de barcas nada por lo que merezca turbar nuestra calma (bueno, está la llave nº 66, pero podremos sobrevivir sin ella, vaya que sí). En lo que si vamos a prestar caso al consejo del viejales es a la conveniencia de presentar nuestros respetos al barquero si queremos cruzar el río. Tocamos la campana para avisarlo (3), pagamos sin rechistar las tres piezas de oro que pide (272) [Creo que en el camino descrito encontraremos más de una, pero si no fuera así siempre tenéis la alternativa de matar al barquero (127-188-342) y no sólo no pagar sino quedaros con las dos monedas de oro que lleva en los bolsillos. Pero paso, no quiero problemas; yo pago]. Y efectivamente, cruzamos el río sin más inconveniente, vaya, casi como quien viaja placidamente en un ferry... (7-214). Una vez cruzado el río, nos encontramos en el interior de una gruta. Tenemos tres opciones, seguir por el este, continuar por el oeste, o, como es mi intención, tirar to pa´lante. Vía este también se llega a la entrada del laberinto, pero me parece una ruta más complicada de seguir, especialmente porque exije que antes se organice una excursión al oeste en busca de la llave del Almacen de barcas. Pues nada, abrimos la puerta que tenemos enfrente (104), nos dan un golpe en la cabeza y perdemos dos puntos de resistencia (eso no es nada, hombre), nos llevan a una sala con cuatro zombies (122), luchamos contra ellos (282), les derrotamos tranquilamente (115), inspeccionamos los barriles que hay en la sala (330), nos tomamos un tragito reparador de ron (6 puntazos de resistencia del tirón) y aquí no ha pasado nada (81). Entramos en un cripta (205), salimos de ella sin tocar nada (380-37), nos dirigimos pitando al norte (366) doblamos una curva cerrada, seguimos al este, y nos colamos por la estrecha abertura que hallamos en el muro norte (89), bajamos unas escaleras (286) y como quien dice estamos ya a los pies del laberinto. En verdad estamos en una cámara grande con tres cadáveres putrefactos, pero nosotros nos hacemos los longuis y sin mirar nada nos largamos por el camino (107-195). Y ahora sí, ante nosotros... ¡el laberinto de Zagor! (48)
Dentro del laberinto
Aunque siempre me han atraído, no puedo decir que haya jugado a muchos libro-juegos. Siendo pequeño me compré uno, el nº 11 de Lucha Ficción, El talisman de la muerte, que aún conservo, y si acaso jugué un par más que tenían en nuestra clausurada, a cal y canto y por los siglos de los siglos, biblioteca municipal. Es decir, no soy ningún experto en la materia ni tengo las suficientes referencias como para poder opinar. Pero por lo que tengo entendido esta primera aventura peca un poco de cierto simplismo, de bienintencionada, de poner en excasos aprietos al lector aventurero. Y sin embargo mi impresión es que el laberinto tiene un nivel de dificultad capaz de desafiar al jugador más avezado. Vamos, a mí lo que me parece es que es completamente demencial: una red intrincadísima de encrucijadas, donde cada camino abre otra red de tres o cuatro senderos, que a su vez desembocan en otros cruces de multiples caminos que a su vez... Por supuesto, como decía Borges, la única manera de que el libro, finito, pueda simular esta vastedad casi infinita es recurriendo a la circularidad de los caminos. Pero no creáis que lo hace de cualquier manera: el trabajo de refutación que demanda cada linea, el esfuerzo necesario para demostrar que un camino, cualquiera de ellos, es esteril porque en última instancia incurre necesariamente en el circulo cerrado, en el bucle infinito, requiere en mi opinión de una paciencia que está muy por encima de lo que es razonablemente exigible en un juego. Bueno, excepción hecha, claro, de juegos tan chorras como el ajedrez o la filosofía. Y es cierto, adentrarse en la laberinto, transitarlo y perderse en sus ramales provoca la angustia y la desesperación, pero sobre todo las ganas de mandar a freír esparragos al libro. Porque además si hasta ese punto, el 48, los derroteros que se pueden seguir están descritos con rigurosa coherencia, pudiéndose cartografiar sin problemas el plano de la montaña al tiempo que se recorre, con el laberinto esta pretensión se muestra inútil. No hay coherencia en la sucesión de los caminos, no es posible trazar su mapa. Y ojo, porque en el laberinto no sólo hemos de encontrar la salida, sino también la última de las llaves, la segunda con nº 111. Así que nada, agarraros bien de mi mano, y no os soltéis pase lo que pase. Como diría Hermann Hesse, lo contrario cuesta la razón:
Vamos allá, vamos directo a por la llave y después a por la salida. Estamos en el (48), llegamos a otro corredor este-oeste. Avanzamos hacia el este para girar después hacia el norte (391), continuamos hacia el norte (52), alcanzamos un cruce con forma de T, continuamos hacia el norte (354), doblamos hacia el oeste (308), nueva encrucijada de cuatro caminos, seguimos subiendo hacia el norte (54) y por fin nos topamos con una puerta. ¿El fin del laberinto? Las ganas vuestras: la segunda llave nº 111. Entramos en la habitación (179), descargamos nuestra frustración en el pobre minotauro hasta extinguirlo (258) y allí mismo, entre los cacharros rotos, tenemos la última de las llaves. Ahora sólo resta regresar sobre nuestros pasos y seguir buscando la salida del laberinto (54-308) De vuelta a este cruce, ahora en vez de tomar hacia el norte lo haremos hacia el sur (160), nos dejamos mecer por las sinuosidades obligatorias del camino (267), sin ponernos nerviosos ante las inteminables encrucijadas seguimos hacia el sur (246), más vueltas y revueltas, nuevo cruce, ascendemos hacia el norte (329), hacia el este (299), hacia el norte (359), y hacia el oeste (385). Y ahora por fin estamos donde queríamos, frente a la pared norte de este corredor este-oeste (si os parece retorcido de seguir, imaginaros hacerlo sin instrucciones...). Inspeccionamos la pared norte (398), y ¡eureka!, encontramos un tirador con un pomo; apretamos el pomo (364), se abre una puerta excavada en la roca, y rápidamente nos colamos por ella (373). Rumbo al norte (85), y ya casi estamos fuera. Ahora nos encontramos con una nueva encrucijada que nos obliga a preguntarnos, ¿no hemos tenido suficientes oportunidades para perdernos como para que el Jackson y el Livingstone todavía sean tan cabrones de ponernos tres caminos más hacia la perdición? ...y además justo delante de la salida del laberinto, hijos de.... en fin, nosotros a lo nuestro, al norte (106) y ¡salimos!.
Monstruos finales...
¡Dios, que experiencia más infernal! Probad alguna vez a perderos por él y buscad la salida por vuestra cuenta. Ya me contaréis, ya... El caso es que lo hemos logrado, y ahora lo que nos queda por delante es mero coser y cantar. Porque ni quiera vamos a tener que molestarnos en desembainar la espada. Vamos, un remanso de paz y felicidad. Para empezar, hemos acabo en la gruta del dragón, que por supuesto querra pisotearnos la cabeza -no le culpemos por ello, está en su naturaleza-, pero, ah, mala suerte, nosotros recordamos nuestro hechizo antidragones (126-26-371) y adios dragón. Ya sólo nos queda el hechicero. Nos dejamos llevar en volandas por el libro (274) hasta los aposentos de aquel, irrumpimos espada en mano (324-358), por supuesto él nos equiva sin inmutarse, pero más le valdría inmutarse, porque raudos rebuscamos en la mochila (105) echamos mano de El Ojo del Ciclope (382) y otro enemigo que se volatiliza frente a nuestras narices para siempre (396-242)

...y el cofre de las llaves
Estamos en (242). Después de tan largas y peligrosas peripecias ya sólo nos resta poner a prueba las llaves que hemos ido recogiendo por el camino. Nosotros hemos ido directos a por la 99, 111 y 111, pero en total podéis encontrar seis llaves númeradas: además de estás tres, la 9, que está en (50); la 125, localizable en (361) y la llave 66, situada en (322). Si os queréis entretener un rato podéis probar diversas combinaciones, sumar sus números e ir a ese parrafo para comprobar lo que sucede. Y lo que pasa es simplemete que se os dirá cuántas llaves correctas habéis introducido y se os pedirá que lo volváis a intentar, salvo en el caso de la combinación 9, 125 y 66 (200), las tres llaves incorrectas, que conduce directamente a la muerte. El caso es que nos dejamos de tonterías, probamos con las tres que hemos recogido, 99,111 y 111, vamos a (321), de allí nos manda a (169), felicitaciones, aplausos y palmaditas, y al ... ¡(400)! Libro superado. Vaya, después de tan meritorio logro me siento capaz de enfrentarme con La muerte de virgilio o lo que haga falta...
Del 1 al 400 en 89 pasos
Por si alguien pasa de tanto texto, ahí va la secuencia completa de fragmentos a visitar para terminar el libro. Por su especial utilidad, os resalto en negrita la serie correspondiente al laberinto de Zagor:
378-296-42-113-285-213-36-263-314-300-
303-128-58-367-323-255-193-338-75-93-
8-189-90-253-73-218-3-272-7-214-
104-122-282-115-330-81-205-380-37-366-
89-286-107-195-48-391-52-354-308-54-
179-258-54-308-160-267-246-329-299-359-
385-398-364-373-85-106-126-26-371-274-
324-358-105-382-396-242-321-169-400
El hechicero de la montaña de fuego (LF 1)¿Aún no te has aburrido lo suficiente?...
miércoles, 29 de junio de 2011
El orador
¿Aún no te has aburrido lo suficiente?...
viernes, 20 de mayo de 2011
Vargas Llosa en Negro sobre blanco: la entrevista deseada
La entrevista data de 1997 y tiene por eje central la publicación, entonces reciente, de Los cuadernos de Don Rigoberto, novela que a mí no es que me entusiasme demasiado, pero que con todo no le resta ni un ápice de interés a las palabras de Don Mario ni a las preguntas del Dragó (¿se notará a quién sigo admirando y a quién no?
martes, 17 de mayo de 2011
Sánchez Ferlosio en Tiempos Modernos (1987)
Eso sí, os advierto que en el proceso de bajadas y subidas, conversiones y reconversiones parece que el audio ha quedado algo desajustado, pero en fin, teniendo en cuenta la naturaleza del video, donde lo principal es escuchar lo que se dice, tampoco es que importe demasiado. Y si alguien sabe robarle mejor este video a RTVE, que lo diga y lo hacemos.
¿Aún no te has aburrido lo suficiente?...
jueves, 5 de mayo de 2011
García Márquez: Historia de un deicidio

Os lo podéis descargar en formato word aquí
Y para los que se hayan atrevido a dar el salto de lo analógico a lo digital, aquí lo tenéis en formato fb2, el más adecuado para el Papyre, con maquetado, añadido de portada, notas a pie de página e indice por cortesía de servidor.
A leer.
domingo, 13 de marzo de 2011
Cómic y poesía en Nostromo

El fragmento que os he seleccionado corresponde a la charla que en torno al noveno arte protagonizaron el pasado miercoles el poeta Luis Alberto de Cuenca, reconocido entusiasta de los tebeos, además en su vertiente más dura, la de los superhéroes (atentos a ese ¡Vivan los tebeos siempre! que se le escapa del alma como colofón al debate); el dibujante Miguel Gallardo, coautor, junto a Juan Mediavilla, del emblemático Makoki, o ya en solitario de obras tan alabadas como María y yo; y el editor y crítico literario Mauricio Bach. Un recorrido ameno y entusiasta, pero sobre todo informado (cosa nada habitual en los medios generalistas) sobre la actualidad del noveno arte, la situación por la que atraviesa la historieta de nuestro país y la del mundo por extensión. Además con muy suculentas recomendaciones para aquellos que pretendan iniciarse en el universo de las viñetas.
Y para acabar la selección, entrevista con la Premio Nacional de Poesía de 2004 Chantal Maillard. Aunque en principio mi intención era rescatar apenas la parte dedicada al cómic, conociendo como conozco el gusto de alguno de nuestros letrinos no he sabido resistirme a la tentación de incluir también la sección dedicada a esta gran poetisa española. Después de todo, quién se atrevería a negar que muy en el fondo comic y poesía, poesía y comic son partes indistinguibles de un mismo todo: el de la belleza.
lunes, 24 de enero de 2011
América, de James Ellroy

Primera parte de la trilogía que conforma junto a Seis de los grandes y Sangre vagabunda, América es un demoledor fresco en clave de ficción negra de los entresijos y secretos de la política norteamericana durante los últimos años de la década de los cincuenta y primeros de los sesenta. Es decir, de un periodo apasionante de la historia del siglo pasado que concentra en poco más de un lustro, el que se extiende desde finales del 58 hasta finales del 63, acontecimientos tan relevantes y transcendentes como la elección de Kennedy, el ascenso triunfal de Castro, la invasión fracasada de Bahía de Cochinos, las confesiones de Joe Valachi sobre la mafia de Estados Unidos, la persecución judicial de Jimmy Hoffa y su fondo de pensiones de la Hermandad Internacional de Camioneros a manos del Fiscal General de los Estados Unidos, Robert Kennedy, y el asesinato del presidente JFK. Ellroy no es nada complaciente con las prácticas políticas de su nación y a través de la combinación de personajes históricos y ficticios, de hechos reales e inventados, nos introduce en un mundo tétrico y desesperanzador donde la corrupción, la violencia, los intereses bastardos y una falta absoluta y sistemática de ética y decencia campean a sus anchas. Y lo peor de todo es que seguramente lo más que se le pueda achacar a la imaginación de Ellroy es haberse quedado corta con respecto a cómo debieron ser los hechos en la realidad. De todas formas, pasara lo que pasara en la realidad, la galeria de personajes, tales como el vulgar Jimmy Hoffa, el desquiciado Howard Hughes, el gánster venido a más Joseph Patrick Kennedy, el voyeur de J. Edgar Hoover, el sátiro de JFK y toda la nómina de mafiosos de la época, desde Sam Giancana hasta Santo Trafficante Jr, todos reales y todos comprobables en sus más despreciables actitudes, no deja de poner los vellos como escarpia y de obligar al lector a preguntarse en manos de qué clase de psicópatas delegamos nuestras vidas.

En fin, una novela muy recomendable. Y ahora dejadme en paz, que quiero ponerme con Seis de los grandes.

viernes, 26 de noviembre de 2010
Vladimir Nabokov en Apostrophes
domingo, 14 de noviembre de 2010
Mis cuentos favoritos: El tic de Horkheimer, de Alonso Guerrero

De las obras que le conozco la más representativa y la más recomendable, y por tanto la que en buena lógica os voy a recomendar, es la recopilación de cuentos titulada De la indigencia a la literatura, auténtico muestrario de las inquietudes y obsesiones que pueblan su universo creativo, con especial predominio de los azares y los rigores del escritor que resiste como puede ante los impedimentos que obstaculizan el cumplimiento de su proposito. Y dentro de ese libro, me quedo con el divertidísimo El tic de Horkheimer, que además puede ser leído como una aportación más para el debate sobre la crisis. O a lo mejor hasta hay quien le encuentra relación con el Fedro. En cualquier caso, toca pinchar en Leer más.
El tic de Horkheimer
A mitad de la oscura década de los cincuenta Max Horkheimer –hombre al que las noticias empezaban a hacer un viejo- vivía cegado por tres relumbrones. El primero había sido el derrumbamiento capitalista del 29; después la llegada del fascismo, que añadía metros a esa caída. Ahora, por fin, se hallaba rodeado de la más salvaje plutocracia. A decir verdad, tal estado no le produjo disgusto: era preciso que un crítico no se alejase de su objeto.También la primavera debe volver periódicamente a las sedientas llanuras de la sabana. Sin embargo en el cincuenta y cinco necesitaba más que nunca de perspectiva. La crítica del capitalismo y, por extensión, de la sociedad americana, no podía hacerse desde la barra de una hamburguesería. A sus sesenta años había leído varias veces Las tentaciones de San Antonio, de Flaubert, y llegado a la conclusión de que la única perspectiva posible debía de contener algo que no era muy bien visto por sus amigos marxistas: precisamente, la tentación. Por eso se propuso que irse a los Estados Unidos fuera una suerte de experimento privado, como el del científico que se inyecta el veneno para abocarse a encontrar su antídoto. No era buen momento, empero, de llevarlo a cabo. Se decía por ahí que su exilio americano iba convirtiéndose en un paraíso. No obstante, si no criticaba el capitalismo a su edad no lo criticaría nunca, pues pensaba honradamente que lo que había hecho hasta entonces era lidiar a la bestia, quizá no sin arte, pero evitando entrar a matar.
De modo que, como San Antonio, se aisló. Alquiló un modestísimo piso sin teléfono bajo las pilastras del puente de Brooklyn y se dedicó a escribir y observar por las ventanas con mosquitero cómo la sociedad iba pisoteando diariamente al individuo. Al principio todo fue requetebién: estaba rodeado de negros que llegaban al atardecer de las fábricas de los blancos, ilustraban con sus novias en el descansillo durante unos minutos las crónicas de pobres amantes y, de madrugada, partían de nuevo hacia la fábrica como atlantes mal pagados. Horkheimer apostaba contra ellos como si se tratase de caballos, en la soledad de aquel apartamento amueblado con un infernillo, una nevera en la que había que renovar todos los días la barra de hielo, una cama, una mesa de trabajo junto a la cama y una estantería en la que los libros de su discípulo Theodor W. Adorno –al que él llamaba Wiesengrund porque era lo que más le cabreaba- estaban colocados a la buena de Dios en la balda de abajo, de la que casi nunca quitaba el polvo. Como se ve, nada de necesidades consumistas, nada del discurso repetido de la publicidad, por más que los negros en los pasillos anduvieran “golpeando eternamente la máquina del jazz”. También había renunciado, a pesar de ser un viejo, a los pases de dibujos animados que reponía el cine de la esquina, a los relamidos actores “smart” de Hollywood y todas esas nuevas películas que tanto le recordaban las de la Ufa.
Por fin trabajaba a gusto contra lo que quería. Una especie de pátina de prestigio le había despojado siempre de su verdadera naturaleza, en la que tan cómodo se sentía ahora: la naturaleza de espía, de soplón, de gorgojo del sistema. Nadie tenía su dirección, excepto el casero, al que le había dicho que era un profesor de párvulos.
-¿Con ese nombre? – le preguntó el tipo, quizá porque todos los nombres alemanes se habían hecho sospechosos y aquel hombre llevaba un número tatuado en la muñeca.- ¿No estará usted huyendo de algo?
-De todo, menos de la policía…
Desde ese momento no tuvo que hablar más con él. Incluso podía retrasar lo que quisiera el pago del alquiler, cosa que no hizo demasiadas veces: prefería –en los Estados Unidos- la acusación de nazi a la de insolvente.
Poco tiempo necesitó para dedicarse a medir, como un buscador de lombrices, la resaca del capitalismo y de su brazo más potente: la industria cultural. Los negros arriesgaban la mitad de sus sueldo a la lotería y, cuando ésta no les tocaba –la lotería nunca toca a los negros- se consolaban con el jazz y con las películas de Victor Mature. A lo lejos, en la bahía, la estatua de la Libertad le parecía uno de los mitos de Cthulhu que, cuando era encendida por las noches, cobraba vida con objeto de enganchar voluntarios para la guerra de Corea.
Escribió denodadamente durante varios meses, quizá tres o cuatro. ¿Denodadamente? Apocalípticamente, más bien, en tanto que veía crecer dentro de sí esa férrea resistencia contra el terror hacia la vida que había vivido. Más que nunca, era preciso denunciar el poder político como una reluctancia del poder económico capitalista, la democracia como un disfraz y los datos estadísticos como lentejuelas de ese disfraz (no quiso escribir “adornos”). Vio por la ventana, como el capitán Nemo por los ojos del Nautilus, a las multitudes de un mundo absurdo que eran fácil presa de una decantación irrecusable de pobreza y degradación. Vio cabezas vacías, a medida que la suya iba vaciándose en aquel ensayo sobre la industria cultural. Vio la latente in-pertinencia de la cultura clásica, sin dejar de tener en cuenta que era aquella misma sociedad capitalista la que había convertido a Marx en un clásico y al materialismo en una dialéctica de salón de té. No es que, a tenor de lo ocurrido en Rusia, echase de menos algo tan espectacular como la dictadura del proletariado, pero el pensamiento filosófico que la había previsto –o, como diría un magnate norteamericano, diseñado- tenía aún profundas raíces en su corazón. Escribió febrilmente, como un Chandler en sus mejores tiempos, tanto que a menudo volvía a la ventana para no perder el punto de vista pragmático.
¿Y qué es lo que veía? Un mundo deshabitado, lleno de alienados por dinero o por indigencia. Grandes carteles de neón que anunciaban una bebida borrascosas e indigesta llamada Coca-Cola, un trozo del edificio de la Chrysler, trabajadores chinos que fumaban opio en lugar de creer en Buda, negros que adoraban la piel de Frank Sinatra y blancos pobres que suspiraban por la de Sidney Poitier. Pero, sobre todo, veía cómo él mismo iba colocando las grandes bombas filosóficas que iban a dinamitar todo aquello. Él, con su pensamiento avejentado, venido de Europa, casi vergonzosamente retrospectivo. Él, Max Horkheimer, un sexagenario que pagaba su alquiler, se sentía aún lo bastante joven para aislarse y transformar aquella “aristocracia espiritual” de Baudelaire en pragmatismo y filosofía, sobre todo en una peregrina ciencia de lo pragmático que odiaba todo lo pragmático, y el jazz sobremanera.
“Las grandes pruebas del espíritu son silenciosas –le decía, citando a Michaux, al mozo del hielo cuando le abría la puerta-. No las presiente ni la dialéctica” Todo fue inmejorablemente, en efecto, durante aquellos meses que constituyen los mejores de la etapa creativa de Horkheimer: dilucidó su pensamiento, lo aclaró y lo puso al día. Es más, se reconcilió con él, después de una relativa separación –un caprichoso ahorquillamiento provocado por un rebrote de sociologismo-, mientras aún los dos caminos se hallaban a la vista.
Ahora bien –y aquí es donde diferentes autores, historiadores de la filosofía y amigos discrepan-, tal etapa no estuvo totalmente exenta de problemas. El origen de esos problemas se halla a merced tanto del albur, para unos, como de la exégesis, para otros. Por ello, la existencia de esa solapada leyenda negra que hoy se comenta en varios círculos, al considerarse que no puede perjudicar en nada su pensamiento, tampoco ha de constituir menosprecio alguno para la integridad de su prestigio.
Tal leyenda, o infundio, o como se le llame, que ha sido satirizado mediante el famoso “tic de Horkheimer”, parte desde luego de testigos del todo ajenos a la comunidad filosófica. Uno de ellos es el casero del apartamento en que Horkheimer vivía. Sin ninguna animadversión, tal individuo en cierta manera divulgó el parecer del filósofo ante el hallazgo de un aparato de radio que había estado oculto en un mueble empotrado durante los meses previos al arrendamiento de la vivienda. El casero, llamado Robert Süss, reveló que ya en la última etapa de su hospedaje encontró a Horkheimer más agotado de lo habitual. Era un hombre viejo y solo que se pasaba el día mirando por la ventana. Fue en esos días cuando, seguramente buscando por la casa en una tarde aburrida -pues el cuarto donde se hallaba el aparato lo tenía desocupado- encontró la radio. Le preguntó al casero, de bastante malas maneras, por qué había dejado allí aquel ubicuo tótem de la industria cultural. Este no supo qué responder, pues hasta más tarde no se le informó de lo que realmente había ido a hacer a su casa Horkheimer, pero sin querer precipitar las cosas le respondió que al mes siguiente se lo llevaría, ya que sólo había pasado a cobrar e iba con la compra para su esposa. Se despidió, pero antes oyó que el filósofo decía algo así como que “Goebbels y el Führer le habían quitado las ganas de publicidad”.
A partir de lo constatado no hay más que hipótesis, si bien algunas bastante malintencionadas, aunque el propio Horkheimer ya respondió a ellas, antes de enfermar y morir en 1973, diciendo que la crítica más halagadora que el capitalismo pude hacer a su obra es la dirigida hacia su persona.
En efecto, las malas lenguas, las que a duras penas son esclavas de cabezas susceptibles de llamarse pensantes (cuánto menos filosóficas), han sostenido siempre la existencia de una relación casi “contra natura” de Horkheimer –en tal apartamento de Nueva York donde escribió el grueso de su diatriba contra el capitalismo- y aquel aparato de radio. Por eso, el tic aludido, esa especie de espasmo en brazos y piernas que a veces ha demostrado incluso en público, dícese debido a que Horkheimer recuerda con insistencia una vieja tonada de Benny Goodman. Pero esta teoría ha sido desmentida por algunos estudiosos del ritmo, más inclinados a identificar en tales movimientos ciertos acordes de Charlie Parker.
lunes, 8 de noviembre de 2010
Charles Bukowski: Abraza la oscuridad
Vaya mi pequeño homenaje al alter ego de Chinasky, a ese sabio desquiciado que nos vomitó en novelas y poemas violentos como actos vandálicos toda la furia, el odio y la frustración del hombre derruido por la sordidez y la mediocridad del sueño americano. Y ya de paso, aprovechamos para tocarle las narices al snob de Umbral...
La confusión es el dios
la locura es el dios
la paz permanente de la vida
es la paz permanente de la muerte.
La agonía puede matar
o puede sustentar la vida
pero la paz es siempre horrible
la paz es la peor cosa
caminando
hablando
sonriendo
pareciendo ser.
No olvides las aceras,
las putas,
la traición,
el gusano en la manzana,
los bares, las cárceles
los suicidios de los amantes.
Aquí en Estados Unidos
hemos asesinado a un presidente y a su hermano,
otro presidente ha tenido que dejar el cargo.
La gente que cree en la política
es como la gente que cree en dios:
sorben aire con pajitas
torcidas
no hay dios
no hay política
no hay paz
no hay amor
no hay control
no hay planes
sábado, 30 de octubre de 2010
Espérame, de Konstantín Simonov
Espérame que volveré.
Sólo que la espera será dura.
Espera cuando te invada la pena, mientras ves la lluvia caer.
Espera cuando los vientos barran la nieve.
Espera en el calor sofocante,
cuando los demás hayan dejado de esperar, olvidando su ayer.
Espera incluso cuando no te lleguen cartas de lejos.
Espera incluso cuando los demás se hayan cansado de esperar.
Espera incluso cuando mi madre e hijo crean que ya no existo,
y cuando los amigos se sienten junto al fuego para brindar por mi memoria.
Espera.
No te apresures a brindar por mi memoria tú también.
Espera, porque volveré desafiando todas las muertes,
y deja que los que no esperan digan que tuve suerte.
Nunca entenderán que en medio de la muerte,
tú, con tu espera, me salvaste.
Sólo tú y yo sabemos cómo sobreviví.
Es porque esperaste, y los otros no.
Espérame, de Konstantín Simonov (visto en El mundo en guerra)
jueves, 7 de octubre de 2010
Mario Vargas Llosa hasta en la sopa (o ¡¡¡¡Por fin!!!)
Por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la
resistencia, rebelión y derrota del individuo.
Normal. Porque que Mario Vargas Llosa haya ganado el Nobel viene a ser a la literatura lo que el triunfo de España en el Mundial supuso para el fútbol: un acontecimiento que ya todos dabamos por seguro que jamás sucedería. Y hete aquí que cuando menos lo esperamos, zas, Mundial para España y Nobel de Literatura para Vargas Llosa. Un año verdaderamente desconcertante este 2010. Ya sólo falta que el propio Gabo le llame para felicitarlo...
En fin, el caso es que por una vez puedo decir que he leído a un Nobel de Literatura antes de que le concedan el galardón. Qué digo leído, a D.Mario hasta lo he visto en vivo y en directo en un par de ocasiones: una vez en Mendralejo, dando una charla; otra en Emérita Augusta -aunque yo me fijaba más en Aitana- haciéndole la competencia a Jesús.
Pues nada, que para celebrarlo y compartir con vosotros mi alegría (soy fanático confeso del escritor peruano desde hace mucho tiempo; joder, si hasta tengo su Historia de un deicidio) una ronda de entrevistas con el autor de Conversación en La Catedral:
Mario Vargas Llosa en La belleza de pensar
Mario Vargas Llosa en ’Los escritores’ (1978)
Mario Vargas Llosa en Página2
Mario Vargas Llosa en RNW
Mario Vargas Llosa en "Haciendo campaña por Rosa Díez"
Mario Vargas Llosa en "Haciendo demagogia por el Perú"
¿Aún no te has aburrido lo suficiente?...
martes, 28 de septiembre de 2010
Mis cuentos favoritos: Los gourmets, de Roald Dalh

Y es que, rebosante de imaginación e ingenio, frecuentar a Dalh es como perderse en un flameante universo de mundos multiformes y siempre cambiantes; como adentrarse en un territorio salvaje dónde cualquier cosa, imaginable o no, puede terminar sucediendo. Porque en el fondo leer sus cuentos es la experiencia más parecida que conozco a un agradable paseo en un hermoso día soleado en medio de un campo de minas: es placentero, no lo vamos a negar, aunque más vale mirar bien dónde se pisa, so riesgo de acabar, al menor descuido, empotrado contra la cornisa más próxima. Vamos, al viejo estilo Carrero Blanco, para que os hagáis una idea. En fin, lo dijo Nexus 6 en Blade Runner: es toda una experiencia leer con miedo.
Para la ocasión me decanto por el exquisito “Los gourmets”, también titulado en otras antologías como “El sibarita”, toda una muestra del ingenio y la mala leche que se gastaba el autor británico. Como siempre en estos casos, hay clickar en Leer más...
Éramos seis cenando aquella noche en la casa de Mike Schofield en Londres: Mike con su esposa e hija, mi esposa y yo, y un hombre llamado Richard Pratt.
Richard Pratt era un famoso gourmet, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por «Los epicúreos», que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opíparos y vinos raros. No fumaba por terror a dañar su paladar, y cuando discutía sobre un vino tenía la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente.
«Un vino prudente —decía—, un poco tímido y evasivo, pero prudente al fin.» O bien, «un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre».
Yo había coincidido en casa de Mike dos veces con Richard Pratt anteriormente. En ambas ocasiones, Mike y su esposa se habían esmerado en preparar una comida especial para el famoso gourmet y, naturalmente, esta vez no iban a hacer una excepción.
En cuanto entramos en el comedor me di cuenta de que la mesa estaba preparada para una fiesta. Los grandes candelabros, las rosas amarillas, la numerosa vajilla de plata, las tres copas de vino para cada persona, y, sobre todo, el suave olor a carne asada que venía de la cocina, hicieron que mi boca empezara a segregar saliva.
Al sentarnos recordé que, en las dos anteriores visitas de Richard Pratt, Mike siempre había apostado con él acerca del vino clarete, presionándole para que dijera de qué año era la solera de aquel caldo. Pratt replicaba que eso no sería difícil para él. Entonces Mike apostaba con él sobre el vino en cuestión. Pratt había aceptado y ganado en ambas ocasiones. Esta noche estaba seguro de que volvería a jugar otra vez, porque Mike quería perder su apuesta y probar así que su vino era conocido como bueno, y Pratt, por su parte, parecía sentir un placer especial en exhibir sus conocimientos.
La comida empezó con un plato de chanquetes dorados y fritos con mantequilla, rociados con vino de Mosela. Mike se levantó y lo sirvió él mismo, y cuando volvió a sentarse me di cuenta de que observaba atentamente a Richard Pratt. Había dejado la botella frente a mí para que pudiera leer la etiqueta. Esta decía: «Geirslay Ohligsberg, 1945.» Se inclinó hacia mí y me dijo que Geirslay era un pueblecito a orillas del Mosela, casi desconocido fuera de Alemania. Me dijo que ese vino era muy raro porque, siendo los viñedos tan escasos, para un extranjero resultaba prácticamente imposible conseguir una botella. El había ido personalmente a Geirslay el verano anterior para conseguir unas pocas docenas de botellas que consintieron en venderle.
—Dudo que lo tenga alguien más en esta comarca —dijo, mirando de nuevo a Richard Pratt—. Lo bueno del Mosela —continuó, levantando la voz— es que es el vino más adecuado para servir antes del clarete. Mucha gente sirve vino del Rin, pero los que tal hacen no entienden nada de vinos. Cualquier vino del Rin mata el delicado bouquet del clarete. ¿Lo sabían? Es una barbaridad servir un Rin antes de un clarete. Pero el Mosela... ¡Ah! ¡El Mosela es el más indicado!
Mike Schofield era un hombre de mediana edad, muy agradable. Pero era corredor de Bolsa. Para ser exacto, era un agiotista de la Bolsa y, como muchos de su clase, parecía estar un poco perplejo, casi avergonzado, de haber hecho dinero con tan poco talento. En su fuero interno sabía que no era sino un book-maker, un corredor de apuestas, un untuoso, infinitamente respetable y secretamente inescrupuloso corredor de apuestas. Suponía que sus amigos lo sabían también. Por eso quería convertirse en un hombre de cultura, cultivar un gusto literario y artístico, coleccionando cuadros, música, libros y todo lo demás. Su explicación acerca de los vinos del Rin y del Mosela formaba parte de esta cultura que él buscaba.
—Un vino estupendo, ¿verdad? —dijo, mirando insistentemente a Richard Pratt.
Yo le veía echar una furtiva mirada a la mesa cada vez que agachaba la cabeza para tomar un bocado de chanquetes. Yo casi le sentía esperar el momento en que Pratt cataría el primer sorbo, contemplaría el vaso tras haber bebido con una sonrisa de placer, de asombro, quizá hasta de duda, y entonces se suscitaría una discusión en la cual Mike le hablaría del pueblo de Geirslay.
Pero Richard Pratt no probó el vino. Estaba conversando animadamente con Louise, la hija de Mike, la cual no tenía aún dieciocho años. Estaba frente a ella, sonriente, contándole, al parecer, alguna historia de un camarero en un restaurante parisiense. Mientras hablaba, se inclinaba más y más hacia Louise, hasta casi tocarla, y la pobre chica retrocedía lo máximo que podía, asintiendo cortésmente, o más bien desesperadamente, y mirándole no a la cara sino al botón superior de su smoking.
Terminamos el pescado y la doncella empezó a retirar los platos. Cuando llegó a Pratt y vio que no había tocado su comida siquiera, dudó unos instantes. Entonces Pratt advirtió su presencia, la apartó, interrumpió su conversación y empezó a comer rápidamente, metiéndose el pescado en la boca con hábiles y nerviosos movimientos del tenedor. Cuando terminó, cogió su vaso y en dos tragos se bebió el vino para continuar en seguida su interrumpida conversación con Louise Schofield.
Mike lo vio todo. Estaba sentado, muy quieto, conteniéndose y mirando a su invitado. Su cara, redonda y jovial, pareció ceder a un impulso repentino, pero se contuvo y no pronunció palabra.
Pronto llegó la doncella con el segundo plato. Este consistía en un gran rosbif. Lo colocó en la mesa delante de Mike, quien se levantó y empezó a trincharlo, cortando las lonchas muy delgadas y poniéndolas delicadamente en los platos para que la doncella las fuera distribuyendo. Cuando hubo servido a todos, incluyéndose a sí mismo, dejó el cuchillo y se inclinó apoyando las manos en el borde de la mesa.
—Bueno —dijo, dirigiéndose a todos, pero sin dejar de mirar a Richard—, ahora el clarete. Perdónenme, pero tengo que ir a buscarlo.
—¿Vas a buscarlo tú, Mike? —dije—. ¿Dónde está?
—En mi estudio. Está destapado, para que respire.
—¿Por qué en el estudio?
—Para que adquiera la temperatura ambiente, por supuesto. Lleva allí veinticuatro horas.
—Pero ¿por qué en el estudio?
—Es el mejor sitio de la casa. Richard me ayudó a escogerlo la última vez que estuvo aquí.
Al oír su nombre Richard nos miró.
—¿Verdad que sí? —dijo Mike.
—Sí —dijo Pratt afirmando con la cabeza—, es verdad.
—Encima del fichero de mi estudio —dijo Mike—. Ese fue el lugar que escogimos. Un buen sitio en una habitación con temperatura constante. Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo.
El pensamiento de un nuevo vino le devolvió el humor y dirigióse rápidamente a la puerta para regresar un minuto más tarde, despacio, solemnemente, llevando entre sus manos una cesta donde había una botella oscura. La etiqueta estaba invertida.
—Bueno —gritó, viniendo hacia la mesa—. ¿Y éste, Richard? Este no lo adivinará nunca.
Richard Pratt se volvió lentamente y miró a Mike; luego sus ojos descendieron hasta la botella metida en la cesta, levantó las cejas y echó hacia adelante el labio inferior con un gesto feo e imperioso.
Mientras tanto las mujeres callaban, en una especie de mutismo embarazoso y tenso.
—Nunca lo adivinará —repitió Mike—; ni en cien años.
—¿Un clarete? —preguntó Richard, como afirmándolo.
—Naturalmente.
—Entonces me imagino que será de algún pequeño viñedo.
—Puede que sí, Richard, y puede que no.
—Pero ¿es de un buen año? ¿Una de las grandes cosechas?
—Sí, eso se lo garantizo.
—Entonces no puede ser difícil —dijo Richard Pratt, recalcando las palabras, ya un poco aburrido. Sólo que, en mi opinión, había algo extraño en su forma de pronunciar, y en su aburrimiento: en sus ojos se percibía una sombra algo diabólica, y en su actitud un ansia que me provocó una cierta inquietud.
—Esta vez es realmente difícil —dijo Mike—. No le voy a coaccionar a que apueste por este vino.
—¿Por qué no?
Sus cejas se arquearon de nuevo y sus ojos adquirieron un extraño brillo.
—Porque es difícil.
—Esto no me deja en muy buen lugar.
—Mi querido amigo —dijo Mike—, apostaré con gusto si usted lo desea.
—No creo que sea tan difícil descubrirlo.
—¿Significa eso que va a apostar?
—Efectivamente, quiero apostar —dijo Pratt.
—Muy bien, lo haremos como siempre.
—No cree que pueda adivinarlo, ¿verdad?
—Con todo el respeto, no lo creo —dijo Mike. Hacía esfuerzos por mantenerse correcto. Pero Pratt no se molestó mucho en ocultar su desdén por todo el asunto.
Sin embargo, su pregunta siguiente traicionó un cierto interés.
—¿Quiere aumentar la apuesta?
—No, Richard.
—¿Apuesta cincuenta cajas?
—Sería tonto.
Mike se quedó quieto detrás de su silla en la cabecera de la mesa, cogiendo la botella embutida en su ridícula cesta. Su rostro estaba pálido y la línea de sus labios era muy fina.
Pratt estaba recostado en el respaldo de su silla, mirándole, con las cejas levantadas, los ojos medio cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Observé de nuevo, o creí ver, algo enigmático en la cara del hombre, una sombra de ansia en sus ojos, que ocultaban cierta malignidad un tanto pueril y maliciosa.
—Entonces, ¿no quiere subir a apuesta?
—Por mí no hay inconveniente, querido amigo —dijo Mike—; apostaré lo que quiera.
Las tres mujeres y yo estábamos callados, mirando a los dos hombres. La esposa de Mike empezaba a sentirse incómoda; su boca se contraía en un mohín de disgusto y me pareció que en cualquier momento iba a interrumpirles. El rosbif estaba intacto en los platos, jugoso y humeante.
—Entonces, ¿apostaremos lo que yo quiera?
—Exactamente, le apuesto lo que quiera, si está dispuesto a mantener la apuesta.
—¿Hasta diez mil libras?
—Desde luego, si así lo desea.
Mike iba ganando confianza por momentos. Sabía ciertamente que podía apostar cualquier suma que Pratt dijera.
—Entonces, ¿apuesto yo primero? —preguntó Pratt otra vez.
—Eso es lo que he dicho.
Hubo una pausa en la cual Pratt me miró a mí y luego a las tres mujeres detenidamente. Parecía querer recordarnos que éramos testigos de la oferta.
—¡Mike! —dijo la señora Schofield rompiendo la tensión ambiental—, ¿por qué no dejas de hacer tonterías y empezamos a comer? La carne se está enfriando.
—No es ninguna tontería —dijo Pratt tranquilamente—; estamos haciendo una apuesta.
Distinguí a la doncella en segundo término con una fuente de verdura en las manos, dudando entre seguir adelante o no.
—Muy bien —dijo Pratt—, le diré qué es lo que quiero que apueste.
—Diga, pues —le respondió Mike descaradamente—, empiece.
Pratt volvió la cabeza y nuevamente una diabólica sonrisa apareció en sus labios. Luego, lentamente, mirándonos a Mike y a mí, dijo:
—Quiero que apueste para mí, la mano de su hija. Louise Schofield dio un salto de la silla.
—¡Eh! —gritó—. ¡No, esto no tiene gracia! Oye, papá, no tiene ninguna gracia.
—No te preocupes, querida —la tranquilizó su madre—; sólo están jugando.
—No bromeo —dijo Richard Pratt.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Mike, perdiendo el control de sus nervios.
—Usted ha dicho que apostara lo que quisiera.
—¡Yo he querido decir dinero!
—No ha dicho dinero.
—Eso es lo que he querido decir.
—Pues es una lástima que no lo haya dicho. De todas formas, si se arrepiente de su oferta, no tengo inconveniente.
—No voy a retirar mi oferta, amigo mío. Lo que pasa es que usted no tiene una hija para substituir a la mía, en caso de que pierda, y aunque la tuviera, yo no me casaría con ella.
—Me alegro de oírte decir eso, querido —intervino su esposa.
—Me apuesto lo que usted quiera —anunció Pratt—. Mí casa, por ejemplo, ¿qué le parece mi casa?
—¿Cuál de ellas? —preguntó Mike, bromeando.
—La del campo.
—¿Por qué no la otra, también?
—De acuerdo, si así lo quiere usted. Las dos casas.
En aquel momento, vi dudar a Mike. Dio un paso adelante y colocó la botella sobre la mesa. Puso el salero a un lado, luego hizo lo mismo con la pimienta. Seguidamente cogió un cuchillo y durante unos segundos examinó pensativamente la hoja, colocándolo luego en su sitio otra vez. Su hija también le vio vacilar.
—Bueno, papá —gritó—. ¡No seas absurdo! Esto es una soberana tontería. Me niego a que me apostéis, como si fuera un trofeo de caza.
—Tienes mucha razón, nena —dijo su madre—. Ya está bien, Mike. Siéntate y come.
Mike no le hizo ningún caso. Miró a su hija paternalmente. Sus ojos brillaban con un gesto de triunfo.
—¿Sabes, Louise? —le dijo, sonriendo mientras hablaba—, debemos pensarlo.
—Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Me niego a escucharte! ¡En mi vida he oído una cosa tan ridícula!
—Hablemos en serio, querida. Espera un momento y escucha lo que voy a decirte.
—¡No quiero oírlo!
—¡Louise, por favor! Se trata de lo siguiente: Richard ha hecho una apuesta seria, él es quien ha apostado, no yo. Si pierde, tendrá que desprenderse de sus valiosas propiedades. Espera un momento, querida, no interrumpas. La cosa es ésta: no puede ganar.
—El cree que sí.
—Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Médoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que éste que tengo aquí es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible.
—No puedes asegurar eso —dijo su hija.
—Te digo que sí. Aunque no sea demasiado correcto por mi parte el decirlo, entiendo un poco de vinos. Y además, ¡por el amor del cielo!, soy tu padre y supongo que no pensarás que te voy a obligar a algo que no quieres, ¿verdad? Te estoy haciendo ganar dinero.
—¡Mike! —le replicó su mujer duramente—. ¡No sigas, Mike, por favor!
De nuevo pareció ignorarla.
—Si consientes en esta apuesta, en diez minutos poseerás dos grandes casas.
—Pero yo no quiero dos casas, papá.
—Entonces las vendes. Véndeselas a él inmediatamente. Yo lo arreglaré todo. Piénsalo, querida. Serás rica, independiente para toda la vida.
—¡Oh, papá, no me gusta! Me parece una cosa tonta.
—A mí también —dijo la madre.
Al hablar, movía la cabeza de arriba abajo como una gallina.
—Deberías avergonzarte de ti mismo, Michael, por sugerir una cosa así. ¡Llegar a apostar a tu propia hija! Mike ni siquiera la miró.
—Acepta —dijo testarudamente, mirando a la chica—. ¡Acepta!, ¡rápido! Te garantizo que no perderás.
—No me gusta eso, papá.
—Vamos, nena, ¡acepta!
Mike la forzaba más y más. Estaba inclinado hacia ella, mirándola fijamente, como si tratara de hipnotizarla.
—¿Y si pierdo? —dijo con voz ahogada.
—Te repito que no puedes perder, te lo garantizo.
—¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo?
—Te voy a hacer ganar una fortuna, así que no lo pienses más. ¿Qué dices, Louise? ¿De acuerdo?
Por última vez, ella dudó. Luego, se encogió de hombros desesperadamente y dijo:
—Bien, acepto, siempre que me jures que no hay peligro de perder.
—¡Estupendo! —exclamó Mike—. Entonces apostamos.
Inmediatamente, Mike cogió el vino, se sirvió primero a sí mismo y luego fue llenando los vasos de los demás. Ahora todos miraban a Richard Pratt, observando su rostro mientras él cogía su vaso con la mano derecha y se lo llevaba a la nariz. Era un hombre de unos cincuenta años y su rostro no era muy agradable. Todo era boca —boca y labios—, esos labios gruesos y húmedos del sibarita profesional, con el labio inferior más saliente en el centro, un labio colgante y permanentemente abierto con el fin de recibir más fácilmente la comida y la bebida. Como un embudo, pensé yo al observarle: su boca es un embudo grande y húmedo.
Lentamente, levantó el vaso hacia la nariz.
La punta de la nariz se metió en el vaso, y se deslizó por la superficie del. vino, husmeando con delicadeza. Agitó el vino en su vaso, para poder percibir mejor el aroma. Parecía intensamente concentrado. Había cerrado los ojos y la mitad superior de su cuerpo, la cabeza, cuello y pecho parecían haberse convertido en una sensitiva máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que le transmitía la nariz, con sus aletas carnosas, eréctiles, nerviosas y sensitivas.
Observé a Mike, sentado en su silla, aparentemente despreocupado, pero atento a todos los movimientos. La señora Schofield, su esposa, estaba sentada muy erguida en el lado opuesto de la mesa, mirando de frente, con gesto de desaprobación en el rostro. Louise, la hija, había separado un poco la silla y, como su padre, observaba atentamente los movimientos del sibarita.
Durante un minuto el proceso olfativo continuó; luego, sin abrir los ojos ni mover la cabeza, Pratt acercó el vaso a su boca y bebió casi la mitad de su contenido. Después del primer sorbo, se paró para paladearlo, luego lo hizo pasar por su garganta y pude ver su nuez moverse al paso del líquido. Pero no se lo tragó todo, sino que se quedó casi todo el sorbo en la boca. Entonces, sin tragárselo, hizo entrar por sus labios un poco de aire que mezclándose con el aroma del vino en su boca pasó luego a sus pulmones. Contuvo la respiración, sacando luego el aire por la nariz; para poner finalmente el vino debajo de la lengua y engullirlo, masticándolo con los dientes, como si fuera pan.
Fue una representación solemne e impresionante, debo confesar que lo hizo muy bien.
—¡Hum! —dijo, dejando el vaso y relamiéndose los labios con la lengua—, ¡hum!, sí..., un vinito muy interesante, cortés y gracioso, de gusto casi femenino.
Tenía saliva en exceso en la boca y al hablar soltó algunos salpicones sobre la mesa.
—Ahora empezaremos a eliminar —dijo—, me perdonarán si lo hago concienzudamente, pero es que me juego mucho. Normalmente, quizá me hubiera arriesgado y hubiera dicho directamente el nombre del viñedo de mi elección. Pero esta vez debo tener precaución, ¿verdad?
Miró a Mike y le dedicó una espesa y húmeda sonrisa. Mike no le sonrió.
—En primer lugar: ¿de qué distrito de Burdeos procede este vino? No es demasiado difícil de adivinar. Es excesivamente ligero para ser St. Emilion o Graves. Desde luego, es un Médoc, no cabe duda.
»Veamos, ¿de qué comarca de Médoc procede? Esto, por eliminación, tampoco es difícil de saber. ¿Margaux? No. No puede ser Margaux, no tiene el aroma violento de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac. Es demasiado tierno y gentil para ser un Pauillac. El vino de Pauillac tiene un carácter casi imperioso en su gusto. Además, para mí, Pauillac contiene un curioso y peculiar residuo que la uva toma del suelo de la viña. No, no. Este es un vino muy gentil, serio y tímido la primera vez que se prueba. Quizá sea un poco revoltoso a la segunda degustación, excitando la lengua con un poquito de ácido tánico. Después de haberlo saboreado, es delicioso, consolador y femenino, con la generosa calidad que se asocia a los vinos de la comarca de St. Julien. Indudablemente, éste es un St. Julien.
Se respaldó en la silla, puso las manos a la altura del pecho con los dedos juntos. Estaba poniéndose ridículamente pomposo, pero creo que lo hacía deliberadamente para burlarse de su anfitrión. Esperé ansiosamente a que continuara. Louise encendió un cigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforo y se volvió hacia ella, mirándola con ira.
—¡Por favor, no lo haga! Fumar en la mesa es una costumbre horrible.
Ella le miró, con el fósforo en la mano, observándolo fijamente con sus grandes ojos, quedando así un momento, y echándose hacia atrás otra vez, lenta y ceremoniosamente. Luego inclinó la cabeza y apagó el fósforo, pero continuó con el cigarrillo sin encender entre los dedos.
—Lo siento, querida —dijo Pratt—, pero no puedo consentir que se fume en la mesa. Ella no le volvió a mirar.
—Bueno, veamos. ¿Dónde estábamos? —dijo él—. ¡Ah, sí! Este vino es de Burdeos, de la comarca de St. Julien, en el distrito de Médoc. Hasta ahora voy bien. Pero llegamos a lo más difícil: el nombre de la viña. Porque en St. Julien hay muchos viñedos y, como ya ha señalado nuestro anfitrión anteriormente, a menudo no hay mucha diferencia entre el vino de uno y de otro, pero ya veremos.
Hizo una pausa otra vez, cerrando los ojos.
—Estoy tratando de establecer la cosecha —dijo—, si consigo esto, tendré ganada la mitad de la batalla. Bueno, veamos. Evidentemente, este vino no es de la primera cosecha de una viña, ni de la segunda. No es un gran vino. La calidad, la..., el..., ¿cómo lo llaman?: el esplendor, el poder, eso falta. Pero la tercera cosecha, ésa sí podría ser. Sin embargo, lo
dudo. Sabemos que es de un buen año, nuestro anfitrión lo ha dicho. Esto lo desfigura un poco. Tengo que ser prudente, muy prudente, en este punto.
Tomó el vaso y dio otro sorbo.
—Sí —dijo, secándose los labios—, tenía razón. Es de la cuarta cosecha, ahora estoy seguro. La cuarta cosecha de un año muy bueno, bueno de verdad. Eso es lo que le dio el gusto de tercera y hasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto está mejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles son las viñas de las cuartas cosechas de la comarca de St. Julien?
Volvió a pararse, tomó el vaso y se lo puso en los labios. Luego le vi sacar la lengua, estrecha y rosada, con la punta metiéndose en el vino, escondiéndose otra vez; era un espectáculo repulsivo. Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojos cerrados, el rostro concentrado, sólo los labios se movían, restregándose uno contra otro como dos piezas de húmeda y esponjosa goma.
—¡Aquí está otra vez! —gritó—. Ácido tánico después de un sorbo y una sensación bajo la lengua. ¡Sí, sí, claro, ya lo tengo! El vino procede de una de esas pequeñas viñas de los alrededores de Beychevelle. Ahora recuerdo. El distrito de Beychevelle, el río, el pequeño puerto, anticuado y ridículo. Beychevelle... ¿Puede ser el mismo Beychevelle? No, no creo. No exactamente, pero debe de ser muy cerca de allí. ¿Château Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí, podría ser: esperen un momento.
Volvió a probar el vino y al fijarme en Mike Schofield le vi inclinarse más y más sobre la mesa, con la boca un poco abierta y sus ojos fijos en Richard Pratt.
—No. Estaba equivocado. Un Talbot viene más pronto a la memoria que ése; la fruta está más cerca de la superficie. Si es un «34», que creo que es, no puede ser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar. No es un Beychevelle y no es un Talbot, y sin embargo está tan cerca de ambos, tan cerca, que el viñedo debe de estar en medio. ¿Qué podrá ser?
Dudó unos momentos. Nosotros esperamos, observando su rostro. Todos, hasta la esposa de Mike, le mirábamos. Oí a la doncella poner el plato de verduras en el aparador, detrás de mí, suavemente, para no turbar el silencio.
—¡Ah! —gritó—, ¡ya lo tengo! ¡Sí, creo que lo tengo!
Por última vez probó el vino. Luego, con el vaso todavía cerca de la boca, se volvió hacia Mike y le dedicó una lenta y suave sonrisa, diciéndole:
—¿Sabe lo que es? Este es el pequeño Château Branaire-Duoru.
Mike quedó inmóvil.
—Y del año 1934.
Todos miramos a Mike, esperando que volviese la botella y nos enseñara la etiqueta.
—¿Es ésa su respuesta? —dijo Mike.
—Sí, creo que sí.
—Bueno. ¿Es o no es la respuesta final?
—Sí, es mi respuesta definitiva.
—¿Me quiere decir su nombre otra vez?
—Château Branaire-Duoru. Una pequeña viña. Un viejo castillo, lo conozco muy bien. No comprendo cómo no lo he reconocido desde el principio.
—Vamos, papá —dijo la chica—, vuelve la botella y veamos qué pasa. Quiero mis dos casas.
—Un momento —dijo Mike—, espera un momento. Parecía inquieto y sorprendido y su rostro iba palideciendo como si fuera perdiendo las fuerzas.
—¡Michael!—exclamó su esposa desde la otra parte de la mesa—. ¿Qué pasa?
—No te metas en esto, Margaret, por favor. Richard Pratt miraba a Mike con ojos brillantes. Mike no miraba a nadie.
—¡Papá! —gritó la hija angustiada—. ¡No me digas que lo ha adivinado!
—No te preocupes, querida. No hay por qué angustiarse. Supongo que fue por 'desembarazarse de la familia por lo que Mike se volvió hacia Richard Pratt y le dijo:
—Oiga, Richard, creo que será mejor que vayamos a la otra habitación y hablemos.
—No quiero hablar —dijo Pratt, fríamente—, lo que quiero es ver la etiqueta de la botella.
Ahora sabía que había ganado, tenía la arrogancia y la apostura del ganador y me di cuenta de que se molestaría si encontraba algún impedimento.
—¿Qué espera? —le dijo a Mike—. ¡Déle la vuelta!
Entonces ocurrió: la doncella, la pequeña y fina figura de la doncella de uniforme blanco y negro, estaba de pie al lado de Richard Pratt con algo en la mano.
—Creo que son suyas, señor —dijo.
Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendía. Dudó un momento.
—¿Son mías? Sí, seguramente, no sé...
—Sí, señor, son suyas.
La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado.
Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo.
Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Había algo raro en ella y en la manera de quedarse allí, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro tenía una mirada fría y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hacían parecerse a un pajarito.
—Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamente correcta—, encima del fichero verde, cuando ha ido allí, solo, antes de la cena.
Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí que Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz.
— ¡Bueno, Michael! —dijo su esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate!
¿Aún no te has aburrido lo suficiente?...