sábado, 24 de julio de 2010

El marido rural (I), de John Cheever

El marido rural


Habrá que contar, para empezar por el principio, que el avión de Minneapolis en el que Francis Weed se dirigía hacia el este se encontró de pronto con graves problemas meteorológicos. El cielo había estado antes de un color azul brumoso, con nubes exclusivamente por debajo del avión, aunque tan juntas que no se veía la tierra. Luego empezó a formarse vaho en el exterior de las ventanillas, y penetraron en una nube blanca de tal densidad que reflejaba las llamas del escape de los motores. El color de la nube se oscureció hasta convertirse en gris, y el avión empezó a mecerse. Francis se había encontrado otras veces con fuertes perturbaciones atmosféricas, pero el balanceo no había sido nunca tan intenso. El hombre sentado junto a él sacó un frasco del bolsillo y echó un trago. Francis le sonrió, pero el otro apartó la vista; no estaba dispuesto a compartir con nadie su analgésico particular. El avión empezó a caer y a dar violentos tumbos. Un niño se puso a llorar. Hacía demasiado calor en la cabina, el aire estaba viciado, y a Francis se le durmió el pie izquierdo. Leyó unas líneas del libro de bolsillo que había comprado en el aeropuerto, pero la violencia de la tormenta distraía su atención. Por fuera de las ventanillas todo estaba negro. Las llamas del escape de los motores brillaban y lanzaban chispas en la oscuridad, y, dentro, las luces indirectas, la mala ventilación y las cortinas de las ventanillas daban a la cabina una atmósfera intensamente doméstica que estaba por completo fuera de lugar. Luego las luces parpadearon y se apagaron. —¿Sabe usted qué es lo que siempre he querido hacer? —dijo de pronto el hombre que viajaba sentado junto a Francis—. Siempre he deseado comprar una granja en New Hampshire y criar ganado vacuno.
La azafata anunció que iban a hacer un aterrizaje de emergencia. Todos, excepto los niños, vieron extenderse en su imaginación las alas del Ángel de la Muerte. Se oía cantar al piloto en voz muy baja:
—Tengo seis peniques, espléndidos, espléndidos seis peniques. Tengo seis peniques para que me duren toda la vida... —No se oía ningún otro ruido.
El violento gemir de las válvulas hidráulicas se tragó la canción del piloto, se oyó una especie de chillido muy fuerte, como el de los frenos de un automóvil, y el avión dio con el vientre en un maizal y los zarandeó con tanta energía que un anciano que iba sentado en la parte delantera aulló:
—¡Mis riñones! ¡Mis riñones!
La azafata abrió la puerta de golpe, y alguien hizo lo mismo con la salida de emergencia en la parte de atrás, dejando entrar el grato ruido de su continuada mortalidad: el ocioso chapoteo y el olor húmedo de un fuerte chaparrón. Temerosos por sus vidas, los pasajeros salieron en fila por las puertas y se desperdigaron por el maizal en todas direcciones, rezando para que todo saliera bien. Y así fue. Nada sucedió. Cuando estuvo claro que el avión no se quemaría ni estallaría, la tripulación y la azafata reunieron a los pasajeros y los hicieron refugiarse en un granero. No estaban lejos de Filadelfia, y al cabo de un rato una hilera de taxis los llevó a la ciudad.
—Es exactamente igual que en la batalla del Marne —dijo alguien, pero, sorprendentemente, apenas se había modificado la actitud de desconfianza con que la mayoría de los norteamericanos miran siempre a sus compañeros de viaje.
En Filadelfia, Francis Weed tomó un tren para Nueva York. Al final de aquel viaje cruzó la ciudad y se subió, cuando ya estaba a punto de salir, al tren de cercanías que cogía cinco noches por semana para volver a su casa en Shady Hill.
Se sentó junto a Trace Bearden.
—¿Sabes? Yo iba en ese avión que ha tenido que hacer un aterrizaje forzoso a las afueras de Filadelfia —declaró—. Hemos ido a parar a un maizal...
Pero Francis había viajado más de prisa que los periódicos o la lluvia, y en Nueva York lucía el sol y la temperatura de aquel día de finales de setiembre, tan fragante y tan armonioso como una manzana, era muy agradable. Trace escuchó su relato, pero ¿cómo iba a emocionarse? Francis carecía de las dotes narrativas que le permitieran recrear su roce con la muerte... especialmente en la atmósfera de un tren de cercanías, que recorre un paisaje soleado donde, en las huertas de los barrios pobres, se veían ya indicios de cosechas. Su compañero de asiento cogió de nuevo el periódico, y Francis se quedó a solas con sus reflexiones. En el andén de Shady Hill dijo adiós a Trace y se trasladó en su Volkswagen de segunda mano al barrio de Blenhollow, donde vivía.
La casa de estilo colonial holandés de los Weed era más grande de lo que parecía desde el camino de entrada. El cuarto de estar era espacioso y estaba dividido en tres partes, como las Galias. A la izquierda, según se entraba desde el vestíbulo, estaba la mesa larga, puesta para seis, con velas y una fuente de fruta en el centro. Los sonidos y los olores que llegaban a través de la puerta abierta de la cocina eran estimulantes, porque Julia Weed era una buena cocinera. La parte más amplia del cuarto de estar tenía como centro la chimenea. A la derecha había algunas estanterías con libros y un piano. La habitación estaba muy limpia y tranquila, y por las ventanas que daban al este entraba un poco de sol de finales de verano, muy brillante y tan claro como agua. Nada se había descuidado; no había ningún objeto al que no se hubiera sacado brillo. No era el tipo de casa donde, después de conseguir abrir una caja de cigarrillos con la tapa pegada, sólo se encuentra dentro el botón de una camisa y una oxidada moneda de cinco centavos. El hogar de la chimenea había sido barrido, las rosas colocadas sobre el piano se reflejaban en su brillante y amplia superficie, y había un álbum de valses de Schubert en el atril. Louisa Weed, una guapa niña de nueve años, miraba hacia el exterior por las ventanas de poniente. Henry, su hermano pequeño, estaba junto a ella. Toby, su otro hermano aún más pequeño, estudiaba las figuras de unos monjes tonsurados que bebían cerveza en los abrillantados metales del cajón para la leña. Al quitarse el sombrero y dejar el periódico, Francis no se sintió conscientemente satisfecho con la escena; no era demasiado propenso a la reflexión. Aquél era su elemento, creación suya y volvía a él con ese sentimiento de liberación y de fuerza con que cualquier criatura vuelve a su casa.
—Hola a todo el mundo —saludó—. El avión de Minneapolis...
Nueve de cada diez veces, Francis hubiese sido recibido afectuosamente, pero esa noche los niños se hallaban absortos en sus propios antagonismos. Francis no ha terminado la frase sobre el aterrizaje forzoso cuando Henry le da una patada a Louisa en el trasero. La niña gira en redondo, diciendo:
—¡Bestia, más que bestia!
Francis comete el error de reñir a Louisa por su manera de hablar antes de imponer un castigo a Henry. Acto seguido, la niña se vuelve contra su padre y lo acusa de favoritismo. Henry siempre tiene razón; ella se ve perseguida y abandonada; el destino siempre le es adverso. Francis se dirige a su hijo, pero el niño tiene una excusa para la patada: ella le ha pegado primero, y en la oreja, que es un sitio peligroso. Louisa asiente con pasión. Le ha dado un golpe en la oreja y además quería dárselo precisamente allí, porque ha estado enredando con su vajilla de juguete. Henry asegura que su hermana miente. El pequeño Toby se acerca desde la leñera para dar testimonio en favor de Louisa. Henry le tapa la boca con la mano. Francis separa a los dos niños, pero sin querer tira a Toby dentro del cajón de la leña. Toby se echa a llorar. Louisa ya lo ha hecho antes. Precisamente en este momento, Julia Weed entra en la parte de la habitación donde esta puesta la mesa. Es una mujer bonita e inteligente, con algunos cabellos prematuramente grises. No parece darse cuenta del alboroto.
—Hola, cariño —le dice serenamente a Francis—. Todo el mundo a lavarse las manos. La cena está lista. Coge una cerilla y enciende las seis velas para iluminar este valle de lágrimas.
Sus sencillas palabras, como los gritos de guerra de los jefes de los clanes escoceses, sólo sirven para reavivar la ferocidad de los combatientes. Louisa le da un golpe en el hombro a Henry, quien, aunque no llora casi nunca, ha jugado al béisbol mucho rato y está cansado, por lo que se le saltan las lágrimas. El pequeño Toby descubre que se le ha clavado una astilla en la mano y comienza a aullar. Francis dice a gritos que ha sobrevivido a un aterrizaje forzoso y está cansado. Julia sale de nuevo de la cocina y, sin darse aún por enterada de la confusión, le pide a su marido que suba al piso de arriba y le diga a Helen que está todo listo. Francis se alegra de marcharse; es como volver a la sede central de la compañía. Quiere contarle a su hija mayor el aterrizaje forzoso, pero Helen está tumbada en la cama, leyendo un ejemplar de la revista Amores románticos, y lo primero que Francis hace es quitárselo de las manos y recordarle que le tiene prohibido comprarlo. Helen replica que no lo ha comprado: se lo ha prestado su mejor amiga, Bessie Black. Todo el mundo lee Amores románticos. El padre de Bessie Black también la lee. No hay una sola chica en la clase de Helen que no lea Amores románticos. Francis insiste en lo mucho que le desagrada, y luego le dice a su hija que la cena está lista, aunque por los ruidos que llegan de la planta baja no parece que sea así. Helen lo sigue escaleras abajo. Julia se ha sentado a la mesa iluminada por las velas y extiende la servilleta sobre su regazo. Ni Louisa ni Henry han acudido a cenar. El pequeño Toby sigue aullando, tumbado boca abajo en el suelo. Francis le habla cariñosamente:
—Papá ha tenido que hacer un aterrizaje forzoso esta tarde, Toby. ¿No quieres que te lo cuente?
Toby sigue llorando.
—Si no vienes ahora mismo a la mesa, Toby —dice Francis—, te mando a la cama sin cenar.
El niño se pone en pie, lanza a su padre una mirada cortante, sube corriendo la escalera y se encierra en su dormitorio dando un portazo.
—¡Vaya por Dios! —dice Julia, y se levanta para ir tras él.
Francis comenta que lo mima demasiado. Su mujer responde que el niño pesa cuatro kilos menos de lo normal y que hay que mimarlo para que coma. Se acerca el invierno, y Toby se pasará en la cama los meses fríos a no ser que se tome la cena. Julia sube la escalera. Francis se sienta a la mesa junto con Helen, que experimenta en este momento la desagradable sensación de haber estado leyendo con demasiada intensidad en un hermoso día, y obsequia a su padre y a la habitación en general con una mirada de hastío. No puede imaginarse el aterrizaje forzoso, porque en Shady Hill no ha caído ni una gota de lluvia.
Julia vuelve con Toby, todos se sientan a la mesa y se sirve la cena.
—¿Tengo que estar siempre viendo a esa bola de grasa? —dice Henry, refiriéndose a Louisa.
Todo el mundo excepto Toby interviene en la refriega, que se prolonga, de un extremo a otro de la mesa durante cinco minutos. Hacia el final, Henry se tapa la cabeza con la servilleta y, tratando de comer así, se le caen las espinacas sobre la camisa. Francis le pregunta a Julia si los niños no podrían cenar antes. Julia está perfectamente preparada para semejante pregunta: no puede preparar dos cenas ni poner la mesa dos veces. Describe con pinceladas relampagueantes el panorama de monótonas tareas que han acabado con su juventud, su belleza y su inteligencia. Francis dice que también hay que comprenderlo a él; ha estado a punto de morir en un accidente aéreo, y no le gusta volver a casa todas las noches y encontrarse con un campo de batalla. Ahora Julia se siente muy afectada. Le tiembla la voz. Francis no se encuentra todas las noches con un campo de batalla. Es una acusación mezquina y estúpida. Todo estaba tranquilo hasta que él llegó. Julia se interrumpe, deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y contempla su plato como si fuera un abismo. Empieza a llorar.
—¡Pobre mamaíta! —dice Toby, y cuando se levanta de la mesa, secándose las lágrimas con la servilleta, él la acompaña—. ¡Pobre mamaíta! —dice—. ¡Pobre mamaíta! —Suben juntos la escalera.
Los otros niños se alejan del campo de batalla, y Francis sale al jardín de atrás para fumar un cigarrillo y respirar un poco de aire.
Era un jardín agradable, con senderos, macizos de flores y sitios para sentarse. La puesta de sol casi se había extinguido ya, pero aún había mucha luz. El accidente y la batalla campal en la mesa habían puesto a Francis Weed en la actitud meditativa con que se dispuso a escuchar los ruidos nocturnos de Shady Hill.
—¡Bribonas! ¡Sinvergüenzas! —les gritaba a las ardillas el anciano señor Nixon junto al comedero para los pájaros—. ¡Fuera! ¡Quitaos de mi vista!
Una puerta se cerró de golpe. Alguien estaba cortando hierba. Luego, Donald Goslin, que vivía en la esquina, empezó a tocar la sonata Claro de luna. Lo hacía casi todas las noches. Le traía sin cuidado el ritmo y la interpretaba en rubato desde el principio hasta el final, como un flujo de lloroso mal humor, soledad y autocompasión: todo lo que la grandeza de Beethoven le llevó a desconocer por completo. La música se derramaba de un extremo a otro de la calle bajo los árboles como una súplica de amor, de ternura, dirigida a alguna encantadora doncella: alguna chica de Galway de tez fresca y con morriña, que estaría mirando antiguas instantáneas en su cuarto del tercer piso.
—Aquí, Júpiter, aquí, Júpiter —llamó Francis al perdiguero de los Mercer.
El perro se abrió paso violentamente por las tomateras con los restos de un sombrero de fieltro entre los dientes.
Júpiter era una anomalía. Sus instintos de perdiguero y su incansable vitalidad estaban fuera de lugar en Shady Hill. Era tan negro como el carbón, con un rostro alargado, despierto, inteligente, de libertino. Había un brillo travieso en sus ojos, y llevaba siempre la cabeza muy alta. Era la cabeza ceñida con un pesado collar que aparecía en heráldica, en los tapices, y que solía utilizarse antes en los puños de los paraguas y en los bastones. Júpiter iba donde le apetecía, saqueando papeleras, tendederos, cubos de basura, y cajas de zapatos. Interrumpía las fiestas que se celebraban en los jardines y los partidos de tenis, y se metía los domingos en las procesiones de Christ Church, ladrando a los hombres vestidos de rojo. Atravesaba dos o tres veces al día la rosaleda del anciano señor Nixon, abriendo un amplio hueco entre las condesas de Sastagos, y tan pronto como Donald Goslin encendía la barbacoa el jueves por la noche, a Júpiter le llegaba el olor. Nada de lo que los Goslin hicieran lograba echarlo. Palos, piedras y voces destempladas sólo conseguían situarlo en el borde de la terraza, donde perseveraba, con su airoso y heráldico hocico, esperando a que Donald Goslin volviera la espalda para coger la sal. Entonces, Júpiter saltaba a la terraza, retiraba limpiamente el bistec del fuego y salía corriendo con la cena de los Goslin. Sus días estaban contados. El jardinero alemán de los Wrightson o la cocinera de los Farquarson lo envenenarían pronto. Era incluso posible que el anciano señor Nixon pusiera un poco de arsénico en la basura que tanto le gustaba a Júpiter.
—¡Aquí, Júpiter, Júpiterl —llamó Francis, pero el perro hizo una cabriola alejándose, meneando vigorosamente el sombrero entre sus dientes blancos. Al mirar por la ventana de su casa, Francis vio que Julia había bajado y que estaba apagando las velas.
Julia y Francis Weed salían mucho. Julia era muy popular y sociable, y su gusto por las fiestas nacía de un temor perfectamente natural al caos y a la soledad. Examinaba el correo todas las mañanas con auténtica inquietud, en busca de invitaciones —y, de hecho, solía encontrar alguna—, pero era insaciable, y aunque hubiera salido siete noches por semana, no se habría curado de su aire pensativo —el aire de alguien que oye una música lejana—, porque siempre seguiría imaginándose la existencia de una fiesta más animada en algún otro sitio. Francis le había puesto el límite de dos durante la semana, con una mayor flexibilidad para los viernes, y surcando luego las aguas de los fines de semana como un esquife de fondo plano en una galerna. Al día siguiente del aterrizaje forzoso, los Weed estaban invitados a cenar con los Farquarson.
Francis llegó tarde de Nueva York, Julia se encargó de ir a buscar a la canguro, y luego lo sacó a toda prisa de casa. La fiesta era para pocas personas y muy agradable, y Francis se dispuso a disfrutar con ella.
Una nueva doncella ofreció los cócteles. Tenía pelo oscuro, rostro redondo y tez pálida, y a Francis le resultó familiar. Nunca había desarrollado la memoria como facultad sentimental. El humo de leña, las sillas, y otros perfumes parecidos no le estimulaban, y la memoria era para él algo así como el apéndice: un depósito atrofiado. Su problema no era que fuese incapaz de escapar al pasado, sino que lo dejaba atrás con demasiada facilidad. Quizá hubiese visto a la doncella en otras fiestas, o dando un paseo el domingo por la tarde, pero en ambos casos no estaría ahora buscándola en su memoria. Su rostro era, de una manera admirable, una cara de luna —normanda o irlandesa—, pero no lo suficientemente hermosa para explicar su sensación de haberla visto antes, en circunstancias que debería recordar. Le preguntó a Nellie Farquarson quién era. Nellie dijo que la habían contratado a través de una agencia, y que era natural de Trenon, un pequeño pueblo de Normandía con una iglesia y un restaurante; Nellie había estado una vez allí. Mientras su anfitriona seguía hablando de sus viajes por el extranjero, Francis recordó cuándo había visto antes a aquella mujer. Fue al final de la guerra. Había abandonado con otros compañeros un cuartel de reemplazo, y les dieron un pase de tres días para Trenon. Durante el segundo día se acercaron a un cruce de carreteras para ver el castigo de una joven que había vivido con el comandante alemán durante la ocupación.
Era una fresca mañana de otoño. El cielo estaba cubierto, y arrojaba sobre el cruce de caminos una luz muy deprimente. Se hallaban en un sitio alto, y veían el gran parecido existente entre las formas de las nubes y las de las colinas que se extendían hasta perderse de vista en dirección al mar. La prisionera llegó en un carro sentada sobre un taburete. Se quedó quieta junto al carro mientras el alcalde leía los cargos y la sentencia. Tenía inclinada la cabeza y el rostro inmovilizado en esa hueca semisonrisa detrás de la que queda suspendida el alma vapuleada. Cuando el alcalde terminó, la mujer se soltó el cabello y dejó que le cayera por la espalda. Un hombrecillo con bigote gris le cortó el pelo con unas tijeras y lo fue dejando caer al suelo. Luego, con un cuenco de agua jabonosa y una navaja, le afeitó la cabeza. Una mujer se acercó y empezó a desabrocharle la ropa, pero la prisionera la apartó y lo hizo ella misma. Cuando se sacó la camisa por la cabeza y la tiró al suelo, quedó desnuda. Las mujeres se burlaron de ella; los hombres permanecieron inmóviles. No se produjo el menor cambio en la falta de sinceridad o en la melancolía de la sonrisa de la prisionera. El aire frío le puso la carne de gallina y le endureció los pezones. Las burlas fueron cesando poco a poco, sofocadas por el reconocimiento de la común humanidad entre los presentes. Una mujer le escupió, pero cierta inexpugnable grandeza presente en su desnudez duró hasta el final de la prueba. Cuando la multitud se calmó, la mujer se dio la vuelta —había empezado a llorar— y, sin otra ropa que unos gastados zapatos negros y unas medias, echó a andar sola por el camino de tierra, alejándose del pueblo. La redonda cara de tez pálida había envejecido un poco, pero no cabía duda de que la doncella que ofrecía los cócteles y que más tarde sirvió la cena a Francis era la mujer que había sido castigada en el cruce de carreteras.
La guerra parecía ahora muy distante, y aquel mundo donde el precio de pertenecer a la resistencia había sido la muerte o la tortura quedaba terriblemente lejano. Francis había perdido la pista de los hombres que estuvieron con él en Vesey. No cabía contar con la discreción de Julia. No podía decírselo a nadie. Y si hubiera relatado su historia ahora, durante la cena, habría cometido una equivocación tanto social como humana. Las personas presentes en la sala de estar de los Farquarson parecían unidas en la implícita afirmación de que ni el pasado ni la guerra habían existido: que no había en el mundo ni peligros ni problemas. En la historia escrita del acontecer humano, aquel extraño encuentro hubiera hallado su sitio, pero la atmósfera de Shady Hill hacía que el recuerdo resultara inadecuado y poco cortés. La prisionera se retiró después de servir el café, pero su aparición en casa de los Farquarson logró que Francis se sintiera apático: le había abierto la memoria y los sentidos, dilatándoselos.
Cuando Julia entró en casa, Francis se quedó en el coche aguardando a la canguro para devolverla a su hogar. Como esperaba a la señora Henlein, la anciana señora que habitualmente se quedaba con los niños, Francis se sorprendió al ver que una chica joven abría la puerta y salía al porche iluminado. Se detuvo bajo la luz para contar sus libros de texto. Tenía el ceño fruncido y era muy hermosa. Es cierto que el mundo está lleno de muchachas hermosas, pero Francis reconoció en este caso la diferencia entre belleza y perfección. Todos esos atractivos defectos, lunares, marcas de nacimiento y cicatrices faltaban en este caso, y Francis experimentó en su interior el momento en que la música rompe los cristales, y sintió un relámpago de reconocimiento tan extraño, tan profundo y tan hermoso como la más intensa de sus vivencias. Era algo en su entrecejo, en la impalpable oscuridad de su rostro: un algo que a él le pareció una directa petición de amor. Después de contar los libros, la muchacha bajó los escalones y abrió la portezuela del coche. Con la luz, Francis vio que tenía mojadas las mejillas. La chica se subió al automóvil y cerró la portezuela.
—Eres nueva —dijo Francis.
—Sí. La señora Henlein está enferma. Yo soy Anne Murchison.
—¿Has tenido algún problema con los niños?
—No, no. —Anne se volvió hacia él y sonrió llena de tristeza, iluminada por la tenue luz del tablero de instrumentos. Su cabello claro quedó aprisionado por el cuello de la chaqueta, y agitó la cabeza para liberarlo.

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