Se gastan tantas energías perpetuando este sitio (impidiendo que se instalen aquí personas indeseables, y otras cosas por el estilo) que la única idea del futuro que tiene todo el mundo consiste en más trenes de cercanías y en más fiestas. No me parece que eso sea saludable. Creo que la gente debería ser capaz de soñar cosas grandes sobre el futuro. Creo que la gente debería ser capaz de tener grandes sueños.
—Es una lástima que no sigas yendo a la universidad —dijo Julia.
—Yo quería ir a la facultad de teología.
—¿A qué iglesia perteneces? —preguntó Francis.
—Unitaria, teosófica, trascendentalista y humanista —respondió Clayton.
—¿Emerson no era trascendentalista? —preguntó Julia.
—Me refiero a los trascendentalistas ingleses —explicó Clayton—. Todos los trascendentalistas norteamericanos eran tontos.
—¿Qué tipo de empleo esperas conseguir? —quiso saber Francis.
—Bueno, me gustaría trabajar para un editor, pero todo el mundo me dice que no hay nada que hacer. No obstante, ése es el tipo de cosas que me interesan. Estoy escribiendo una obra de teatro en verso sobre el bien y el mal. Puede que el tío Charlie me consiga un puesto en un banco; eso me vendría bien. Necesito disciplinarme. Todavía queda mucho por hacer en la formación de mi carácter. Tengo algunas costumbres muy malas. Hablo demasiado. Creo que tendría que hacer voto de silencio. Tratar de no hablar durante una semana, y disciplinarme. He pensado en hacer un retiro en uno de los monasterios episcopalianos, pero no me gustan las iglesias que creen en la Trinidad.
—¿Sales con alguna chica? —preguntó Francis.
—Estoy prometido. Claro que no soy ni lo bastante mayor ni lo bastante rico como para que se tenga en cuenta mi compromiso, ni se respete, ni nada parecido, pero compré una esmeralda falsa para Anne Murchison con el dinero que gané segando césped este verano. Nos casaremos en cuanto ella termine el bachillerato.
Francis dio un respingo al oír el nombre de la chica. Luego una luz deslustrada pareció emanar de su espíritu, dando a todo —a Julia, al muchacho, a las sillas— su verdadera falta de color. Algo así como un pronunciado deterioro del tiempo.
—La nuestra va a ser una familia numerosa —prosiguió Clayton—. Su padre es un terrible borrachín, yo he pasado por momentos difíciles y queremos tener muchos hijos. Ella es maravillosa, se lo aseguro, y tenemos mucho en común. Nos gustan las mismas cosas. El año pasado mandamos la misma felicitación de Navidad sin ponernos de acuerdo, los dos tenemos alergia a los tomates, y se nos juntan las cejas en el centro. Bien, buenas noches.
Julia acompañó al muchacho hasta la puerta. Cuando regresó, Francis dijo que Clayton era perezoso, irresponsable y afectado, y que olía mal. Julia le dijo que parecía estar volviéndose intolerante; que el chico era joven y había que darle una oportunidad. Julia era consciente de otros casos en los que Francis se había mostrado colérico.
—La señora Wrightson ha invitado a su fiesta de cumpleaños a todo el mundo menos a nosotros —dijo.
—Lo siento, Julia.
—¿Sabes por qué no nos ha invitado?
—¿Por qué?
—Porque tú la insultaste.
—Entonces, ¿estás enterada?
—June Masterson me lo contó. Estaba detrás de ti.
Julia se acercó al sofá con pasos muy breves que expresaban —Francis lo sabía muy bien— un sentimiento de indignación.
—Es cierto que insulté a la señora Wrightson, Julia, y además me proponía hacerlo. Nunca me han gustado sus fiestas, y me alegro de que no nos haya invitado.
—¿Y qué me dices de Helen?
—¿Qué tiene que ver Helen con esto?
—La señora Wrightson es la que decide quién va a las reuniones.
—¿Quieres decir que está en condiciones de impedir que Helen vaya a los bailes?
—Sí.
—No había pensado en eso.
—Claro. Ya sabía yo que no habías pensado en eso —exclamó Julia, hundiendo la espada hasta la empuñadura por aquella grieta en su coraza—. Y me pone furiosa la posibilidad de que esa estúpida imprevisión destruya la felicidad de todo el mundo.
—No creo haber destruido la felicidad de nadie.
—La señora Wrightson manda en Shady Hill y lleva cuarenta años haciéndolo. No sé qué te hace pensar que en una comunidad como ésta puedes dar rienda suelta a todos tus impulsos de mostrarte insultante, vulgar y ofensivo.
—Estoy muy bien educado —dijo Francis, tratando de dar un giro humorístico a la velada.
—¡Vete al infierno, Francis Weed! —gritó Julia, y la violencia de sus palabras hizo que la saliva salpicara el rostro de su marido—. He trabajado mucho para alcanzar la posición social de la que disfrutamos, y no estoy dispuesta a quedarme cruzada de brazos mientras tú la destrozas. Deberías haberte dado cuenta al instalarte en un sitio como éste de que no ibas a poder vivir como un oso en una cueva.
—Tengo que expresar mis simpatías y mis antipatías.
—Puedes ocultar tus antipatías. No tienes que lanzarte de frente contra las cosas, como un niño. A no ser que estés ansioso de convertirte en un apestado, socialmente hablando. ¡No es una casualidad que tengamos muchas invitaciones! No es casualidad que Helen tenga tantas amistades. ¿Qué te parecería pasar las noches de los sábados en el cine? ¿Y los domingos amontonando hojas muertas? ¿Te gustaría que tu hija se pasara las noches en que hay baile sentada junto a la ventana, oyendo la música que tocan en el club? ¿Qué te parecería...?
Francis hizo algo entonces que, después de todo, no era tan inexplicable teniendo en cuenta que las palabras de Julia parecían alzar entre ambos un muro tan infranqueable que él empezó a marearse: la golpeó de lleno en la cara. Ella se tambaleó y luego, un momento después, pareció calmarse. Subió la escalera y entró en el dormitorio. No dio un portazo. Cuando Francis la siguió, pocos minutos después, la encontró haciendo la maleta.
—Julia, lo siento muchísimo.
—No tiene importancia —dijo ella. Estaba llorando
—¿Adonde vas a ir?
—No lo sé. Acabo de mirar un horario de trenes. Hay uno para Nueva York a las once y dieciséis. Cogeré ése.
—No puedes irte, Julia.
—No puedo quedarme. Eso está claro.
—Siento lo de la señora Wrightson, Julia, y te...
—Lo de la señora Wrightson no tiene importancia. No es ése el problema.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—Que no me quieres.
—Te quiero, Julia.
—No, no me quieres.
—Julia, sí que te quiero, y me gustaría ser como éramos antes: cariñosos, carnales y apasionados, pero ahora hay demasiada gente.
—Me odias.
—No te odio, Julia.
—No te haces idea de lo mucho que me odias. Creo que es inconsciente. No te das cuenta de las cosas tan crueles que has hecho.
—¿Qué cosas crueles, Julia?
—Las acciones crueles a las que te empuja el subconsciente para expresar tu odio hacia mí.
—¿Cuáles, Julia?
—No me he quejado nunca.
—Dímelas.
—Tu ropa.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la manera que tienes de dejar la ropa sucia para que exprese tu odio inconsciente hacia mí.
—No entiendo.
—¡Hablo de tus calcetines sucios y de tus pijamas sucios y de tu ropa interior sucia y de tus camisas sucias! —Estaba arrodillada junto a la maleta y se puso en pie, enfrentándose a él, los ojos echando fuego y la voz desbordante de emoción—. Me refiero al hecho de que nunca hayas aprendido a colgar nada. Te limitas a dejar la ropa en el sitio donde cae para humillarme. ¡Lo haces a propósito! —Se derrumbó sobre la cama, sollozando.
—¡Julia, cariño! —dijo él, pero cuando ella sintió su mano en el hombro se levantó.
—Déjame en paz —soltó—. Tengo que irme. —Pasó rozándolo en dirección al armario y regresó con un vestido—. No me llevo ninguna de las cosas que me has regalado —añadió—. Dejo las perlas y el chaquetón de pieles.
—¡Julia, por favor! —Al verla, inclinada sobre la maleta, tan indefensa por su capacidad para engañarse, Francis casi se sintió enfermo de compasión. Su mujer no se daba cuenta de lo desoladora que sería su vida sin él. No se daba cuenta del número de horas que la mujer que trabaja tiene que dedicar a su empleo. No entendía que la mayor parte de sus amistades existía dentro del marco del matrimonio, y que separada se encontraría muy sola. No entendía nada de viajes, ni de hoteles, ni de dinero—. ¡Julia, no puedo permitir que te vayas! No quieres darte cuenta, Julia, de que has llegado a depender de mí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se tapó la cara con las manos.
—¿Has dicho que yo dependo de ti? —preguntó—. ¿Es eso lo que has dicho? ¿Y quién te dice a qué hora tienes que levantarte por la mañana y cuándo has de acostarte por la noche? ¿Quién te prepara las comidas, te recoge la ropa sucia e invita a cenar a tus amigos? Si no fuera por mí, tus corbatas estarían llenas de grasa, y tus trajes de agujeros de polilla. Estabas solo cuando te encontré, Francis Weed, y solo estarás cuando te deje. Cuando tu madre te pidió una lista para mandar las invitaciones a nuestra boda, ¿cuántos nombres fuiste capaz de darle? ¡Catorce!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—¿Y cuántos de tus amigos vinieron a la iglesia? ¡Dos!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—Como no voy a llevarme el chaquetón de pieles —dijo ella con gran calma—, será mejor enviarlo de nuevo al almacén para que lo guarden. El seguro de las perlas caduca en enero. El nombre de la lavandería y el número de teléfono de la doncella..., todas esas cosas están en mi escritorio. Espero que no bebas demasiado, Francis. Y que no te pase nada malo. Si tienes problemas serios, me puedes telefonear.
—¡Cariño mío, no puedo permitir que te vayas! —dijo Francis—. ¡No voy a dejar que te vayas, Julia! —La tomó entre sus brazos.
—Imagino que será mejor que me quede y siga cuidando de ti un poco más de tiempo —dijo ella.
Al ir a trabajar por la mañana, Francis vio a la chica cruzar el pasillo del vagón. Se quedó sorprendido; no se imaginaba que su instituto estuviera en Nueva York, pero llevaba libros, y parecía ir a clase. La sorpresa retrasó su reacción, pero después se levantó torpemente y salió al pasillo. Varias personas se habían interpuesto entre los dos, pero la veía delante de él, esperando a que alguien abriera la puerta del coche y luego, al virar bruscamente el tren, extendió la mano para apoyarse mientras cruzaba la plataforma camino del vagón siguiente. Francis la siguió atravesando todo aquel coche y la mitad del siguiente antes de llamarla por su nombre: «¡Anne! ¡Anne!», pero ella no se volvió. Luego continuó hasta el vagón siguiente, donde la chica se sentó por fin junto al pasillo. Al acercarse a donde estaba, con todos sus sentimientos cálidamente orientados hacia ella, Francis puso la mano en el respaldo del asiento —incluso ese contacto le produjo una especial tibieza—, y al inclinarse para hablar vio que no era Anne, sino una mujer de más edad que llevaba gafas. Siguió a propósito hasta el vagón siguiente, con la cara roja de vergüenza, y el sentimiento mucho más profundo de haber puesto en entredicho su buen sentido; porque si no distinguía una persona de otra, ¿qué pruebas existían de que su vida con Julia y los niños tuviera tanta realidad como sus sueños inicuos en París o como el lecho de paja, el olor a hierba y los árboles en forma de cueva del callejón de los Amantes?
Después del almuerzo, Julia lo llamó para recordarle que salían a cenar aquella noche. Pocos minutos más tarde le telefoneó Trace Bearden.
—Oye, muchacho —le dijo Trace—. Te llamo de parte de la señora Thomas. Ya sabes, Clayton, ese chico suyo, no parece capaz de conseguir un empleo, y me preguntaba si tú podrías ayudar. Si llamaras a Charlie Bell (sé que está en deuda contigo), y hablaras en favor del chico, creo que Charlie...
—Trace, siento mucho tener que decir esto —respondió Francis—, pero me temo que no estoy en condiciones de hacer nada por ese chico. Es un inútil. Sé que estoy diciendo una cosa muy dura, pero es un hecho. Si tenemos consideraciones con él, nos saldrá el tiro por la culata y acabará dándonos a todos en la cara. Ese chico es un inútil, Trace, y eso no hay forma de superarlo. Aunque le consiguiéramos un empleo, no le duraría ni una semana. Estoy seguro de que pasaría eso. Es una cosa terrible, Trace, ya sé que lo es, pero en lugar de recomendar a ese chico, me siento obligado a prevenir a la gente contra él: a las personas que conocían a su padre y querrían, como es lógico, echar una mano y hacer algo. Es un ladrón...
En el momento en que terminaba la conversación, entró la señorita Rainey y se acercó a su mesa.
—No voy a poder seguir trabajando para usted, señor Weed —dijo—. Me quedaré hasta el diecisiete si me necesita, pero me han ofrecido un empleo maravilloso y quisiera marcharme lo antes posible.
Su secretaria salió, dejándolo que meditara a solas sobre la iniquidad cometida por el hijo de la señora Thomas. En la fotografía, sus hijos reían y reían, adornados con todos los brillantes colores del verano, y Francis recordó que aquel día se habían encontrado a un gaitero en la playa y que él le dio un dólar para que les tocara el himno de batalla de los Black Watch. La muchacha estaría en su casa cuando volviera a Shady Hill. Él pasaría otra velada entre sus amables vecinos, escogiendo calles sin salida, caminos para carros y senderos de casas abandonadas. No había nada que calmase sus sentimientos —las risas de sus hijos o un partido de softball no lograrían cambiar nada— y, al pensar de nuevo en el aterrizaje forzoso, en la nueva doncella de los Farquarson, y en las dificultades de Anne Murchison con el borracho de su padre, Francis se preguntó cómo podría haber evitado llegar a donde se encontraba. Y donde se encontraba era en un aprieto. Se había perdido tan sólo en una ocasión, al volver de un río truchero en los bosques del norte, y ahora lo dominaba el mismo sombrío convencimiento: toda la alegría, o la esperanza, o el valor, o el tesón no lo ayudarían a encontrar, en la creciente oscuridad, el camino perdido. Percibió incluso el olor a bosque. El sentimiento de desolación era intolerable, y Francis vio con claridad que había llegado el momento de elegir.
Podía ir a un psiquiatra, como la señorita Rainey; o a la iglesia, y confesar sus malos deseos; podía ir a un salón de masajes daneses en la zona oeste de las calles setenta, recomendado por un viajante de comercio; podía violar a la chica o confiar en que, de alguna manera, se le impidiera hacerlo; o podía emborracharse. Se trataba de su vida, de su destino, y, como todos los demás hombres, estaba hecho para ser el padre de miles, y ¿qué mal podía haber en una cita de amantes que los hiciera ver el mundo a los dos más de color de rosa? Pero aquel razonamiento era erróneo, y Francis volvió a la primera posibilidad, al psiquiatra. Tenía el número de teléfono del doctor que trataba a la señorita Rainey; llamó y pidió ser recibido inmediatamente. Se mostró muy obstinado con la enfermera —era su manera de actuar en los negocios—, y cuando ella le dijo que no había ningún hueco en el horario por espacio de varias semanas, Francis exigió hora para aquel mismo día y la enfermera le dijo que fuera a las cinco.
La consulta del psiquiatra estaba en un edificio utilizado fundamentalmente por médicos y dentistas, y los corredores conservaban el olor azucarado de los preparados para enjuagarse la boca y el recuerdo de muchos dolores. El carácter de Francis se había formado mediante una serie de decisiones personales: decisiones sobre limpieza, sobre tirarse a la piscina desde el trampolín más alto o repetir cualquier otra proeza que pusiera a prueba su valor, decisiones sobre puntualidad, honradez y rectitud. Renunciar a la perfecta independencia con la que había tomado sus decisiones más vitales destrozaba su concepto de la integridad del carácter, y lo dejaba en una situación que tenía mucho de shock. Se sentía estupefacto. El escenario para su miserere mei Deus era, como las salas de espera de tantos médicos, un tosco homenaje a los placeres de la felicidad doméstica: un lugar decorado con antigüedades, mesas de café, plantas en macetas y grabados de puentes cubiertos de nieve y de gansos volando, aunque no hubiese niños, ni cama de matrimonio, ni fogón. Incluso, en aquel simulacro de hogar donde nadie había pasado nunca una noche y donde las ventanas con visillos daban directamente a un oscuro pozo de ventilación. Francis repitió su nombre y su dirección a una enfermera y luego vio, a un lado de la sala a un policía que se acercaba a él.
—No se mueva —dijo el policía—. Estese quieto. Deje las manos donde las tiene.
—Creo que está todo en orden, agente —empezó la enfermera—. Creo que sería...
—Vamos a asegurarnos —dijo el policía. Y empezó a dar palmadas sobre la ropa de Francis, buscando... ¿pistolas, cuchillos, un punzón para picar el hielo? Al no encontrar nada, se marchó, y la enfermera trató de disculparse, todavía con evidente nerviosismo:
—Cuando telefoneó usted, señor Weed, parecía muy excitado, y uno de los pacientes del doctor ha amenazado con matarlo, así que hemos de tener cuidado. ¿Quiere entrar ahora?
Francis abrió una puerta conectada a un carillón eléctrico, y una vez en la guarida del psiquiatra, se dejó caer pesadamente sobre una silla, se sonó la nariz con un pañuelo, se registró los bolsillos en busca de cigarrillos, de cerillas, de algo, y dijo con voz ronca y lágrimas en los ojos:
—Estoy enamorado, doctor Herzog.
Estamos en Shady Hill una semana o diez días después. El tren de las siete catorce ha llegado y se ha ido, y en algunas casas han terminado ya de cenar y la vajilla está en el lavaplatos. El pueblo cuelga moral y económicamente de un hilo; pero cuelga de su hilo a la luz del atardecer. Donald Goslin ha empezado una vez más a destrozar la sonata Claro de luna. Marcato ma sempre pianissimo. Parece estar escurriendo una toalla húmeda, pero la doncella no le hace ningún caso: está escribiendo una carta a Arthur Godfrey. En el sótano de su casa, Francis Weed trabaja en una mesa para tomar café. El doctor Herzog recomienda la carpintería como terapia, y Francis halla cierto consuelo en los simples problemas aritméticos que ha de resolver y en el hermoso olor de la madera nueva. Francis es feliz. Arriba, el pequeño Toby llora porque está cansado. Se quita el sombrero de cowboy, los guantes, y la chaqueta con flecos; se desabrocha el cinturón adornado con oro y rubíes; se desprende de las balas de plata y de las pistoleras; sigue con los tirantes, la camisa de cuadros y los pantalones vaqueros, y luego se sienta en el borde de la cama para quitarse las botas altas. Después de dejar todo el equipo en un montón, va al armario y descuelga su traje espacial. Le cuesta mucho trabajo ponerse las ajustadas medias de malla, pero lo consigue. Se ata con una lazada la capa mágica sobre los hombros y, subido en el pie de la cama, extiende los brazos y recorre volando la escasa distancia hasta el suelo, donde aterriza con un golpe audible para todos los habitantes de la casa menos para él.
—Vete a casa, Gertrude, vete a casa —dice la señora Masterson—. Hace una hora que te he dicho que te fueras a casa, Gertrude. Ya se te ha pasado la hora de cenar, y tu madre estará preocupada. ¡Vete a casa!
En la terraza de los Babcock se abre de golpe una puerta y por ella sale la señora Babcock sin nada de ropa, perseguida por su marido también desnudo. (Sus hijos están en un internado, y la terraza queda aislada por un seto.) Corren por la terraza y vuelven a entrar por la puerta de la cocina, tan apasionados y bien parecidos como cualquier ninfa y cualquier sátiro que se puedan encontrar en las paredes de Venecia. Mientras corta la última rosa del jardín, Julia oye los gritos del viejo señor Nixon a las ardillas que se meten en el comedero para los pájaros:
—¡Bribonas! ¡Sinvergüenzas! ¡Fuera! ¡Quitaos de mi vista!
Un pobre gato cruza por el jardín, hundido en la más completa aflicción espiritual y física. Lleva atado a la cabeza un sombrerito de paja —un sombrero de muñeca—, y lo han abotonado a conciencia dentro de un vestido también de muñeca, de cuyas faldas sobresale el largo y peludo rabo. Al andar, sacude las patas, como si se hubiera caído al agua.
—¡Ven aquí, garito, ven aquí! —lo llama Julia—. ¡Aquí, garito, pobre garito!
Pero el gato le dirige una mirada de escepticismo y se aleja a trompicones con sus faldas. El último en aparecer es Júpiter. Salta atravesando las tomateras, sosteniendo en la boca generosa los restos de una zapatilla. Luego llega la oscuridad; ésta es una noche en la que reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos de elefantes.
—Es una lástima que no sigas yendo a la universidad —dijo Julia.
—Yo quería ir a la facultad de teología.
—¿A qué iglesia perteneces? —preguntó Francis.
—Unitaria, teosófica, trascendentalista y humanista —respondió Clayton.
—¿Emerson no era trascendentalista? —preguntó Julia.
—Me refiero a los trascendentalistas ingleses —explicó Clayton—. Todos los trascendentalistas norteamericanos eran tontos.
—¿Qué tipo de empleo esperas conseguir? —quiso saber Francis.
—Bueno, me gustaría trabajar para un editor, pero todo el mundo me dice que no hay nada que hacer. No obstante, ése es el tipo de cosas que me interesan. Estoy escribiendo una obra de teatro en verso sobre el bien y el mal. Puede que el tío Charlie me consiga un puesto en un banco; eso me vendría bien. Necesito disciplinarme. Todavía queda mucho por hacer en la formación de mi carácter. Tengo algunas costumbres muy malas. Hablo demasiado. Creo que tendría que hacer voto de silencio. Tratar de no hablar durante una semana, y disciplinarme. He pensado en hacer un retiro en uno de los monasterios episcopalianos, pero no me gustan las iglesias que creen en la Trinidad.
—¿Sales con alguna chica? —preguntó Francis.
—Estoy prometido. Claro que no soy ni lo bastante mayor ni lo bastante rico como para que se tenga en cuenta mi compromiso, ni se respete, ni nada parecido, pero compré una esmeralda falsa para Anne Murchison con el dinero que gané segando césped este verano. Nos casaremos en cuanto ella termine el bachillerato.
Francis dio un respingo al oír el nombre de la chica. Luego una luz deslustrada pareció emanar de su espíritu, dando a todo —a Julia, al muchacho, a las sillas— su verdadera falta de color. Algo así como un pronunciado deterioro del tiempo.
—La nuestra va a ser una familia numerosa —prosiguió Clayton—. Su padre es un terrible borrachín, yo he pasado por momentos difíciles y queremos tener muchos hijos. Ella es maravillosa, se lo aseguro, y tenemos mucho en común. Nos gustan las mismas cosas. El año pasado mandamos la misma felicitación de Navidad sin ponernos de acuerdo, los dos tenemos alergia a los tomates, y se nos juntan las cejas en el centro. Bien, buenas noches.
Julia acompañó al muchacho hasta la puerta. Cuando regresó, Francis dijo que Clayton era perezoso, irresponsable y afectado, y que olía mal. Julia le dijo que parecía estar volviéndose intolerante; que el chico era joven y había que darle una oportunidad. Julia era consciente de otros casos en los que Francis se había mostrado colérico.
—La señora Wrightson ha invitado a su fiesta de cumpleaños a todo el mundo menos a nosotros —dijo.
—Lo siento, Julia.
—¿Sabes por qué no nos ha invitado?
—¿Por qué?
—Porque tú la insultaste.
—Entonces, ¿estás enterada?
—June Masterson me lo contó. Estaba detrás de ti.
Julia se acercó al sofá con pasos muy breves que expresaban —Francis lo sabía muy bien— un sentimiento de indignación.
—Es cierto que insulté a la señora Wrightson, Julia, y además me proponía hacerlo. Nunca me han gustado sus fiestas, y me alegro de que no nos haya invitado.
—¿Y qué me dices de Helen?
—¿Qué tiene que ver Helen con esto?
—La señora Wrightson es la que decide quién va a las reuniones.
—¿Quieres decir que está en condiciones de impedir que Helen vaya a los bailes?
—Sí.
—No había pensado en eso.
—Claro. Ya sabía yo que no habías pensado en eso —exclamó Julia, hundiendo la espada hasta la empuñadura por aquella grieta en su coraza—. Y me pone furiosa la posibilidad de que esa estúpida imprevisión destruya la felicidad de todo el mundo.
—No creo haber destruido la felicidad de nadie.
—La señora Wrightson manda en Shady Hill y lleva cuarenta años haciéndolo. No sé qué te hace pensar que en una comunidad como ésta puedes dar rienda suelta a todos tus impulsos de mostrarte insultante, vulgar y ofensivo.
—Estoy muy bien educado —dijo Francis, tratando de dar un giro humorístico a la velada.
—¡Vete al infierno, Francis Weed! —gritó Julia, y la violencia de sus palabras hizo que la saliva salpicara el rostro de su marido—. He trabajado mucho para alcanzar la posición social de la que disfrutamos, y no estoy dispuesta a quedarme cruzada de brazos mientras tú la destrozas. Deberías haberte dado cuenta al instalarte en un sitio como éste de que no ibas a poder vivir como un oso en una cueva.
—Tengo que expresar mis simpatías y mis antipatías.
—Puedes ocultar tus antipatías. No tienes que lanzarte de frente contra las cosas, como un niño. A no ser que estés ansioso de convertirte en un apestado, socialmente hablando. ¡No es una casualidad que tengamos muchas invitaciones! No es casualidad que Helen tenga tantas amistades. ¿Qué te parecería pasar las noches de los sábados en el cine? ¿Y los domingos amontonando hojas muertas? ¿Te gustaría que tu hija se pasara las noches en que hay baile sentada junto a la ventana, oyendo la música que tocan en el club? ¿Qué te parecería...?
Francis hizo algo entonces que, después de todo, no era tan inexplicable teniendo en cuenta que las palabras de Julia parecían alzar entre ambos un muro tan infranqueable que él empezó a marearse: la golpeó de lleno en la cara. Ella se tambaleó y luego, un momento después, pareció calmarse. Subió la escalera y entró en el dormitorio. No dio un portazo. Cuando Francis la siguió, pocos minutos después, la encontró haciendo la maleta.
—Julia, lo siento muchísimo.
—No tiene importancia —dijo ella. Estaba llorando
—¿Adonde vas a ir?
—No lo sé. Acabo de mirar un horario de trenes. Hay uno para Nueva York a las once y dieciséis. Cogeré ése.
—No puedes irte, Julia.
—No puedo quedarme. Eso está claro.
—Siento lo de la señora Wrightson, Julia, y te...
—Lo de la señora Wrightson no tiene importancia. No es ése el problema.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—Que no me quieres.
—Te quiero, Julia.
—No, no me quieres.
—Julia, sí que te quiero, y me gustaría ser como éramos antes: cariñosos, carnales y apasionados, pero ahora hay demasiada gente.
—Me odias.
—No te odio, Julia.
—No te haces idea de lo mucho que me odias. Creo que es inconsciente. No te das cuenta de las cosas tan crueles que has hecho.
—¿Qué cosas crueles, Julia?
—Las acciones crueles a las que te empuja el subconsciente para expresar tu odio hacia mí.
—¿Cuáles, Julia?
—No me he quejado nunca.
—Dímelas.
—Tu ropa.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la manera que tienes de dejar la ropa sucia para que exprese tu odio inconsciente hacia mí.
—No entiendo.
—¡Hablo de tus calcetines sucios y de tus pijamas sucios y de tu ropa interior sucia y de tus camisas sucias! —Estaba arrodillada junto a la maleta y se puso en pie, enfrentándose a él, los ojos echando fuego y la voz desbordante de emoción—. Me refiero al hecho de que nunca hayas aprendido a colgar nada. Te limitas a dejar la ropa en el sitio donde cae para humillarme. ¡Lo haces a propósito! —Se derrumbó sobre la cama, sollozando.
—¡Julia, cariño! —dijo él, pero cuando ella sintió su mano en el hombro se levantó.
—Déjame en paz —soltó—. Tengo que irme. —Pasó rozándolo en dirección al armario y regresó con un vestido—. No me llevo ninguna de las cosas que me has regalado —añadió—. Dejo las perlas y el chaquetón de pieles.
—¡Julia, por favor! —Al verla, inclinada sobre la maleta, tan indefensa por su capacidad para engañarse, Francis casi se sintió enfermo de compasión. Su mujer no se daba cuenta de lo desoladora que sería su vida sin él. No se daba cuenta del número de horas que la mujer que trabaja tiene que dedicar a su empleo. No entendía que la mayor parte de sus amistades existía dentro del marco del matrimonio, y que separada se encontraría muy sola. No entendía nada de viajes, ni de hoteles, ni de dinero—. ¡Julia, no puedo permitir que te vayas! No quieres darte cuenta, Julia, de que has llegado a depender de mí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se tapó la cara con las manos.
—¿Has dicho que yo dependo de ti? —preguntó—. ¿Es eso lo que has dicho? ¿Y quién te dice a qué hora tienes que levantarte por la mañana y cuándo has de acostarte por la noche? ¿Quién te prepara las comidas, te recoge la ropa sucia e invita a cenar a tus amigos? Si no fuera por mí, tus corbatas estarían llenas de grasa, y tus trajes de agujeros de polilla. Estabas solo cuando te encontré, Francis Weed, y solo estarás cuando te deje. Cuando tu madre te pidió una lista para mandar las invitaciones a nuestra boda, ¿cuántos nombres fuiste capaz de darle? ¡Catorce!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—¿Y cuántos de tus amigos vinieron a la iglesia? ¡Dos!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—Como no voy a llevarme el chaquetón de pieles —dijo ella con gran calma—, será mejor enviarlo de nuevo al almacén para que lo guarden. El seguro de las perlas caduca en enero. El nombre de la lavandería y el número de teléfono de la doncella..., todas esas cosas están en mi escritorio. Espero que no bebas demasiado, Francis. Y que no te pase nada malo. Si tienes problemas serios, me puedes telefonear.
—¡Cariño mío, no puedo permitir que te vayas! —dijo Francis—. ¡No voy a dejar que te vayas, Julia! —La tomó entre sus brazos.
—Imagino que será mejor que me quede y siga cuidando de ti un poco más de tiempo —dijo ella.
Al ir a trabajar por la mañana, Francis vio a la chica cruzar el pasillo del vagón. Se quedó sorprendido; no se imaginaba que su instituto estuviera en Nueva York, pero llevaba libros, y parecía ir a clase. La sorpresa retrasó su reacción, pero después se levantó torpemente y salió al pasillo. Varias personas se habían interpuesto entre los dos, pero la veía delante de él, esperando a que alguien abriera la puerta del coche y luego, al virar bruscamente el tren, extendió la mano para apoyarse mientras cruzaba la plataforma camino del vagón siguiente. Francis la siguió atravesando todo aquel coche y la mitad del siguiente antes de llamarla por su nombre: «¡Anne! ¡Anne!», pero ella no se volvió. Luego continuó hasta el vagón siguiente, donde la chica se sentó por fin junto al pasillo. Al acercarse a donde estaba, con todos sus sentimientos cálidamente orientados hacia ella, Francis puso la mano en el respaldo del asiento —incluso ese contacto le produjo una especial tibieza—, y al inclinarse para hablar vio que no era Anne, sino una mujer de más edad que llevaba gafas. Siguió a propósito hasta el vagón siguiente, con la cara roja de vergüenza, y el sentimiento mucho más profundo de haber puesto en entredicho su buen sentido; porque si no distinguía una persona de otra, ¿qué pruebas existían de que su vida con Julia y los niños tuviera tanta realidad como sus sueños inicuos en París o como el lecho de paja, el olor a hierba y los árboles en forma de cueva del callejón de los Amantes?
Después del almuerzo, Julia lo llamó para recordarle que salían a cenar aquella noche. Pocos minutos más tarde le telefoneó Trace Bearden.
—Oye, muchacho —le dijo Trace—. Te llamo de parte de la señora Thomas. Ya sabes, Clayton, ese chico suyo, no parece capaz de conseguir un empleo, y me preguntaba si tú podrías ayudar. Si llamaras a Charlie Bell (sé que está en deuda contigo), y hablaras en favor del chico, creo que Charlie...
—Trace, siento mucho tener que decir esto —respondió Francis—, pero me temo que no estoy en condiciones de hacer nada por ese chico. Es un inútil. Sé que estoy diciendo una cosa muy dura, pero es un hecho. Si tenemos consideraciones con él, nos saldrá el tiro por la culata y acabará dándonos a todos en la cara. Ese chico es un inútil, Trace, y eso no hay forma de superarlo. Aunque le consiguiéramos un empleo, no le duraría ni una semana. Estoy seguro de que pasaría eso. Es una cosa terrible, Trace, ya sé que lo es, pero en lugar de recomendar a ese chico, me siento obligado a prevenir a la gente contra él: a las personas que conocían a su padre y querrían, como es lógico, echar una mano y hacer algo. Es un ladrón...
En el momento en que terminaba la conversación, entró la señorita Rainey y se acercó a su mesa.
—No voy a poder seguir trabajando para usted, señor Weed —dijo—. Me quedaré hasta el diecisiete si me necesita, pero me han ofrecido un empleo maravilloso y quisiera marcharme lo antes posible.
Su secretaria salió, dejándolo que meditara a solas sobre la iniquidad cometida por el hijo de la señora Thomas. En la fotografía, sus hijos reían y reían, adornados con todos los brillantes colores del verano, y Francis recordó que aquel día se habían encontrado a un gaitero en la playa y que él le dio un dólar para que les tocara el himno de batalla de los Black Watch. La muchacha estaría en su casa cuando volviera a Shady Hill. Él pasaría otra velada entre sus amables vecinos, escogiendo calles sin salida, caminos para carros y senderos de casas abandonadas. No había nada que calmase sus sentimientos —las risas de sus hijos o un partido de softball no lograrían cambiar nada— y, al pensar de nuevo en el aterrizaje forzoso, en la nueva doncella de los Farquarson, y en las dificultades de Anne Murchison con el borracho de su padre, Francis se preguntó cómo podría haber evitado llegar a donde se encontraba. Y donde se encontraba era en un aprieto. Se había perdido tan sólo en una ocasión, al volver de un río truchero en los bosques del norte, y ahora lo dominaba el mismo sombrío convencimiento: toda la alegría, o la esperanza, o el valor, o el tesón no lo ayudarían a encontrar, en la creciente oscuridad, el camino perdido. Percibió incluso el olor a bosque. El sentimiento de desolación era intolerable, y Francis vio con claridad que había llegado el momento de elegir.
Podía ir a un psiquiatra, como la señorita Rainey; o a la iglesia, y confesar sus malos deseos; podía ir a un salón de masajes daneses en la zona oeste de las calles setenta, recomendado por un viajante de comercio; podía violar a la chica o confiar en que, de alguna manera, se le impidiera hacerlo; o podía emborracharse. Se trataba de su vida, de su destino, y, como todos los demás hombres, estaba hecho para ser el padre de miles, y ¿qué mal podía haber en una cita de amantes que los hiciera ver el mundo a los dos más de color de rosa? Pero aquel razonamiento era erróneo, y Francis volvió a la primera posibilidad, al psiquiatra. Tenía el número de teléfono del doctor que trataba a la señorita Rainey; llamó y pidió ser recibido inmediatamente. Se mostró muy obstinado con la enfermera —era su manera de actuar en los negocios—, y cuando ella le dijo que no había ningún hueco en el horario por espacio de varias semanas, Francis exigió hora para aquel mismo día y la enfermera le dijo que fuera a las cinco.
La consulta del psiquiatra estaba en un edificio utilizado fundamentalmente por médicos y dentistas, y los corredores conservaban el olor azucarado de los preparados para enjuagarse la boca y el recuerdo de muchos dolores. El carácter de Francis se había formado mediante una serie de decisiones personales: decisiones sobre limpieza, sobre tirarse a la piscina desde el trampolín más alto o repetir cualquier otra proeza que pusiera a prueba su valor, decisiones sobre puntualidad, honradez y rectitud. Renunciar a la perfecta independencia con la que había tomado sus decisiones más vitales destrozaba su concepto de la integridad del carácter, y lo dejaba en una situación que tenía mucho de shock. Se sentía estupefacto. El escenario para su miserere mei Deus era, como las salas de espera de tantos médicos, un tosco homenaje a los placeres de la felicidad doméstica: un lugar decorado con antigüedades, mesas de café, plantas en macetas y grabados de puentes cubiertos de nieve y de gansos volando, aunque no hubiese niños, ni cama de matrimonio, ni fogón. Incluso, en aquel simulacro de hogar donde nadie había pasado nunca una noche y donde las ventanas con visillos daban directamente a un oscuro pozo de ventilación. Francis repitió su nombre y su dirección a una enfermera y luego vio, a un lado de la sala a un policía que se acercaba a él.
—No se mueva —dijo el policía—. Estese quieto. Deje las manos donde las tiene.
—Creo que está todo en orden, agente —empezó la enfermera—. Creo que sería...
—Vamos a asegurarnos —dijo el policía. Y empezó a dar palmadas sobre la ropa de Francis, buscando... ¿pistolas, cuchillos, un punzón para picar el hielo? Al no encontrar nada, se marchó, y la enfermera trató de disculparse, todavía con evidente nerviosismo:
—Cuando telefoneó usted, señor Weed, parecía muy excitado, y uno de los pacientes del doctor ha amenazado con matarlo, así que hemos de tener cuidado. ¿Quiere entrar ahora?
Francis abrió una puerta conectada a un carillón eléctrico, y una vez en la guarida del psiquiatra, se dejó caer pesadamente sobre una silla, se sonó la nariz con un pañuelo, se registró los bolsillos en busca de cigarrillos, de cerillas, de algo, y dijo con voz ronca y lágrimas en los ojos:
—Estoy enamorado, doctor Herzog.
Estamos en Shady Hill una semana o diez días después. El tren de las siete catorce ha llegado y se ha ido, y en algunas casas han terminado ya de cenar y la vajilla está en el lavaplatos. El pueblo cuelga moral y económicamente de un hilo; pero cuelga de su hilo a la luz del atardecer. Donald Goslin ha empezado una vez más a destrozar la sonata Claro de luna. Marcato ma sempre pianissimo. Parece estar escurriendo una toalla húmeda, pero la doncella no le hace ningún caso: está escribiendo una carta a Arthur Godfrey. En el sótano de su casa, Francis Weed trabaja en una mesa para tomar café. El doctor Herzog recomienda la carpintería como terapia, y Francis halla cierto consuelo en los simples problemas aritméticos que ha de resolver y en el hermoso olor de la madera nueva. Francis es feliz. Arriba, el pequeño Toby llora porque está cansado. Se quita el sombrero de cowboy, los guantes, y la chaqueta con flecos; se desabrocha el cinturón adornado con oro y rubíes; se desprende de las balas de plata y de las pistoleras; sigue con los tirantes, la camisa de cuadros y los pantalones vaqueros, y luego se sienta en el borde de la cama para quitarse las botas altas. Después de dejar todo el equipo en un montón, va al armario y descuelga su traje espacial. Le cuesta mucho trabajo ponerse las ajustadas medias de malla, pero lo consigue. Se ata con una lazada la capa mágica sobre los hombros y, subido en el pie de la cama, extiende los brazos y recorre volando la escasa distancia hasta el suelo, donde aterriza con un golpe audible para todos los habitantes de la casa menos para él.
—Vete a casa, Gertrude, vete a casa —dice la señora Masterson—. Hace una hora que te he dicho que te fueras a casa, Gertrude. Ya se te ha pasado la hora de cenar, y tu madre estará preocupada. ¡Vete a casa!
En la terraza de los Babcock se abre de golpe una puerta y por ella sale la señora Babcock sin nada de ropa, perseguida por su marido también desnudo. (Sus hijos están en un internado, y la terraza queda aislada por un seto.) Corren por la terraza y vuelven a entrar por la puerta de la cocina, tan apasionados y bien parecidos como cualquier ninfa y cualquier sátiro que se puedan encontrar en las paredes de Venecia. Mientras corta la última rosa del jardín, Julia oye los gritos del viejo señor Nixon a las ardillas que se meten en el comedero para los pájaros:
—¡Bribonas! ¡Sinvergüenzas! ¡Fuera! ¡Quitaos de mi vista!
Un pobre gato cruza por el jardín, hundido en la más completa aflicción espiritual y física. Lleva atado a la cabeza un sombrerito de paja —un sombrero de muñeca—, y lo han abotonado a conciencia dentro de un vestido también de muñeca, de cuyas faldas sobresale el largo y peludo rabo. Al andar, sacude las patas, como si se hubiera caído al agua.
—¡Ven aquí, garito, ven aquí! —lo llama Julia—. ¡Aquí, garito, pobre garito!
Pero el gato le dirige una mirada de escepticismo y se aleja a trompicones con sus faldas. El último en aparecer es Júpiter. Salta atravesando las tomateras, sosteniendo en la boca generosa los restos de una zapatilla. Luego llega la oscuridad; ésta es una noche en la que reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos de elefantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario