"Uno de los rasgos más reconocible del teatro de Tennessee Williams es, sin lugar a dudas, esa especie de torrente de sensualidad y violencia casi animal que recorre soterradamente sus piezas, ese río de pasiones y conflictos siempre -si se me permite el abuso- al borde del desborde. Sucede con la tormentosa relación entablada por Stan, su mujer Stella y su cuñada Blanche en Un tranvía llamado deseo, y se repite en la intimidad conyugal de Brick y Marggie en La gata sobre el tejado de Zinc caliente, ambas repletas de ardores y reproches por igual. Pues bien, que nadie espere encontrar estos mismos ingredientes en el que fue el primer éxito teatral del dramaturgo norteamericano; El zoo de cristal se sitúa, por el contrario y por delicadeza y sensibilidad, en las antípodas, en el extremo más opuesto imaginable de lo que representan sus obras posteriores.
De la mano de los Wingfield, una humilde familia de origen sureño, Williams recrea dramáticamente el decadente y opresor universo familiar en el que se crió, un mundo endogámico y vuelto sobre si mismo que, incapaz de enfrentar el futuro con esperanza, vive anclado en el pasado y en el recuerdo de un esplendor ya perdido. Amanda, la madre, vieja señorona del sur, rememora constantemente la época en la que siendo joven era cortejada por una infinidad de pretendientes, acaso una forma de desagravio y compensación por su situación de mujer abandona por un marido “enamorado de las largas distancias”; Tom, el hijo, tras el que se oculta la figura del propio Williams, sueña con huir de este enclaustramiento y se refugia en sus inquietudes poéticas y en sus numerosas escapadas al “cine” (a mí no me la pega, nadie vuelve ebrio y a las tantas del cine). Por su parte, Laura, la hija, aquejada de una suave cojera y una brutal timidez, se evade de la realidad, siempre hostil para su sensibilidad extrema, cobijándose en la fragilidad de su zoo de cristal.
Una fragilidad que comparte ella misma y que la condena al autismo y a la soledad de un mundo propio hecho, como las figuritas de su colección, para ser contemplado y nada más, amenazado siempre con saltar hecho añicos al más leve contacto con el mundo real, con el mundo de las personas de carne y hueso. Una colisión que constituirá el acto central y el más hermoso de la obra: apremiado por Amanda, Tom invitará a cenar, con intención de presentarle a su hermana Laura, al joven Jim, un compañero de trabajo del que casualmente Laura estaba enamorada secretamente en sus años de instituto. Por supuesto el golpe inicial resultará demoledor para ella, incapaz siquiera de sentarse a la mesa a cenar con los demás. Ah, pero en una hábil maniobra de Amanda, ambos jóvenes terminarán compartiendo un precioso momento de intimidad en el que Jim, haciendo valer su carisma y sus innegables dotes sociales y hasta psicológicas, conseguirá que Laura se vaya abriendo lentamente y que por una vez en su vida pueda disfrutar con completa normalidad de su trato con el otro. Una escena bellísima que queda simbolizada en la ruptura del cuerno del unicornio de cristal, único rasgo que lo diferencia y separa de los demás caballos de la colección. Sin embargo este momento de plenitud no será suficiente para sacar a Laura de su aislamiento, porque en el fondo se trata simplemente de una pequeña tregua, tal vez un presente, un regalo ofrecido por el destino, y más que por el destino, por su hermano, pues no podemos olvidar que El zoo de cristal es en última instancia el sentido homenaje que Williams brindó a su hermana Rose (Jim llama cariñosamente Blue Roses a Laura), a la que, aqueja de trastornos psíquicos, le fue finalmente realizada una operación de lobotomía.
En fin, un dechado de sensibilidad y delicadeza que emocionará a cualquiera capaz de sentir emoción alguna."
De la mano de los Wingfield, una humilde familia de origen sureño, Williams recrea dramáticamente el decadente y opresor universo familiar en el que se crió, un mundo endogámico y vuelto sobre si mismo que, incapaz de enfrentar el futuro con esperanza, vive anclado en el pasado y en el recuerdo de un esplendor ya perdido. Amanda, la madre, vieja señorona del sur, rememora constantemente la época en la que siendo joven era cortejada por una infinidad de pretendientes, acaso una forma de desagravio y compensación por su situación de mujer abandona por un marido “enamorado de las largas distancias”; Tom, el hijo, tras el que se oculta la figura del propio Williams, sueña con huir de este enclaustramiento y se refugia en sus inquietudes poéticas y en sus numerosas escapadas al “cine” (a mí no me la pega, nadie vuelve ebrio y a las tantas del cine). Por su parte, Laura, la hija, aquejada de una suave cojera y una brutal timidez, se evade de la realidad, siempre hostil para su sensibilidad extrema, cobijándose en la fragilidad de su zoo de cristal.
Una fragilidad que comparte ella misma y que la condena al autismo y a la soledad de un mundo propio hecho, como las figuritas de su colección, para ser contemplado y nada más, amenazado siempre con saltar hecho añicos al más leve contacto con el mundo real, con el mundo de las personas de carne y hueso. Una colisión que constituirá el acto central y el más hermoso de la obra: apremiado por Amanda, Tom invitará a cenar, con intención de presentarle a su hermana Laura, al joven Jim, un compañero de trabajo del que casualmente Laura estaba enamorada secretamente en sus años de instituto. Por supuesto el golpe inicial resultará demoledor para ella, incapaz siquiera de sentarse a la mesa a cenar con los demás. Ah, pero en una hábil maniobra de Amanda, ambos jóvenes terminarán compartiendo un precioso momento de intimidad en el que Jim, haciendo valer su carisma y sus innegables dotes sociales y hasta psicológicas, conseguirá que Laura se vaya abriendo lentamente y que por una vez en su vida pueda disfrutar con completa normalidad de su trato con el otro. Una escena bellísima que queda simbolizada en la ruptura del cuerno del unicornio de cristal, único rasgo que lo diferencia y separa de los demás caballos de la colección. Sin embargo este momento de plenitud no será suficiente para sacar a Laura de su aislamiento, porque en el fondo se trata simplemente de una pequeña tregua, tal vez un presente, un regalo ofrecido por el destino, y más que por el destino, por su hermano, pues no podemos olvidar que El zoo de cristal es en última instancia el sentido homenaje que Williams brindó a su hermana Rose (Jim llama cariñosamente Blue Roses a Laura), a la que, aqueja de trastornos psíquicos, le fue finalmente realizada una operación de lobotomía.
En fin, un dechado de sensibilidad y delicadeza que emocionará a cualquiera capaz de sentir emoción alguna."
De La vida en viñetas: El zoo de cristal; palabras para Rose (18/04/2008)
Con dos narices, aireando mis vergüenzas. Ahí tenéis el texto de la discordia, además en su versión dura, con reconocible en el lugar de reconocibles. Indudablemente el oído canta en favor del plural, no lo discuto, pero lo que si discuto es que la regla gramatical se pueda reducir a un "lo que diga el oído, o en su defecto, lo que se hallé más próximo". Porque, insisto, bien se puede entender que si el rasgo reconocible es uno y tan sólo uno, lo correcto sea el singular y no el plurar. Y seguramente yo esté equivocado, pero ciertamente si se piensa la duda tampoco está tan fuera de lugar. O al menos cuando se admite, como hago yo, no conocer con seguridad lo que dictamina la gramática para el caso, o cuando la regla que se conoce se piensa y se expresa, como el otro, en los términos planteados más arriba, en cuyo caso es imposible esgrimir, y menos aun restregar por la cara, certeza alguna. Un poco de humildad y de modestia, que tanta soberbia no puede ser buena.
*Actualización:
He aquí la aclaración requerida. Nos la ofrece Manuel Seco en su Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española:
5.2. Uno de los que + nombre en plural, si va seguido de adjetivo, exige naturalmente que este adjetivo vaya en concordancia con ese nombre, y por tanto en plural: uno de los lingüistas más rigurosos; una de las personas más documentadas. Sin embargo, hay quienes ponen en singular el adjetivo (por tener la mente fija en el «uno» de quien hablan): «Es uno de los lingüistas más riguroso y acreditado en el actual panorama de nuestras letras» (texto publicitario en un libro editado por Ámbito, Valladolid, 1982); «El señor Rovira Tarazona es una de las personas más impuesta y documentada en materias económicas del país» (Sábado, 21.12.1974, 45).
Ya veis que aun constituyendo un error, mi duda es lo suficientemente frecuente como para ser glosada en el Diccionario de dudas o incluso para haber sido publicada. Supongo que no muchas veces, pero sí las suficientes para no ser yo el primero. En fin, esto, para quien se ha pasado media vida llenando textos de faltas de ortografía es pecata minuta. Además siempre podré alegar que jamás dudé y que sencillamente la -s se cayó en un error de digitalización.
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