viernes, 24 de septiembre de 2010

Aristóteles y La Reina de África

"Es necesario, tanto en los caracteres como en el entramado de los hechos, buscar siempre lo necesario y lo verosímil, de manera que sea necesario y verosímil que un determinado personaje hable u obre de tal manera y que luego de tal cosa se pueda producir tal otra o necesaria o verosímilmente. Resulta pues evidente que, por lo mismo, los desenlaces del mito deben ser una consecuencia del mito mismo, y no de una intervención divina"

Aristóteles, Poética (1454 b)


De esto es precisamente de lo que me quejaba yo hace tiempo -y me sigo quejando ahora- cuando me refería al final de películas como Atraco perfecto o La Reina de África. Grandes películas, no lo niego, pero a las que no me apetece hacerles la vista gorda y obviar el hecho de que adolecen de eso que reclamaba Aristóteles para la poética: de un desenlace que pueda articularse de forma lógica y necesaria con su progresión dramática. En ambos casos la conclusión no sólo no es consecuente con el desarrollo sino que además lo traiciona de mala manera, contradiciéndolo y anulándolo. Ese es a mi entender el único efecto que puede ejercer sobre ambas películas la aparición abrupta de la fatalidad y la fortuna -la intervención divina contra la que nos prevenía Aristóteles representada aquí en la figura del perro que se cruza inoportuno echándolo todo a perder y en la del torpedo que se extravía muy convenientemente para hacerle el trabajo sucio al Happy End forzoso- : la de saltar por encima de las consecuencias derivadas de las decisiones de los personajes; la de corregir los traumas y los efectos de su deambular a través de la ficción, desdibujando y desluciendo todo lo previo. 

Cierto es que la fortuna o la desgracia son factores que siempre hay que tener en cuenta en el desarrollo de cualquier peripecia que se precie, algo de lo que parecen mostrarse muy conscientes tanto Rick y Pocholina como Johnny Guitar y sus secuaces cuando se deciden a emprender sus respectivas aventuras. Todos ellos saben que se la están jugando y que sus destinos dependen en gran medida del capricho de los hados. Mas aun, si elimináramos el Deus ex machina de ambos finales y especuláramos con otros más acordes a los reclamos de la verosimilitud -no tanto en cuanto que reflejo de la realidad, sino de la coherencia interna del relato: finales en los que Sam Spade y Tracy Lord fueran definitivamente ajusticiados por su atrevimiento y Hayden premiado por su audacia- incluso en ese caso las ficciones no dejarían de contar con la dosis suficiente y adecuada de imprevisibilidad. Durante el Atraco Perfecto se suceden con frecuencia los contratiempos lógicos que ponen en vilo el resultado final del mismo y la parejita feliz tampoco se encuentra sumida en el olvido absoluto del azar y la fortuna durante su periplo río arriba, río abajo. Esa es a mi entender la porción justa de aleatoriedad con la que cualquier relato puede contar en su desarrollo, y de la que tal vez no sea lícito prescindir a la hora de formular la intrincada ecuación narrativa. Pero ojo, una cosa es contar con ella como un elemento más dentro de la complejidad de la historia, y otra bien distinta es, como hacen Kubrick y Huston, transfigurarla en el factor decisivo que lo revierte todo y le impone a machamartillo y por narices un final que en definitiva no es producto del fatum, ni del ethos ni del pathos de los personajes o de la propia historia, sino única y exclusivamente de la moralidad vigente. Incluso me atrevería a decir que de moralina del momento.

En el fondo de la cuestión lo que subyace es el hecho de que en el mundo narrativo no existe propiamente y en rigor la casualidad: el relato es ante todo una construcción artificial en el que nada está librado al azar -si acaso a la inconsciencia o a la impericia del creador que se deja dominar por su obra-; los sucesos son siempre causales, los acontecimientos responden siempre a una intención consciente del autor o, si hablamos de cine, del productor. Y por supuesto el Hollywood de antaño exigía -y todavía exige a su manera- que el orden natural de las cosas, ese mismo que se obstinan irreverentemente en revolver y poner patas arriba las películas, fuera al final oportunamente reconducido y restablecido de manera que los héroes puedan ser premiados por sus cualidades bondadosas y los villanos paguen el coste de sus villanías. No vaya a ser que se nos desmadre el personal con ideas erroneas. Pues vale, muy bonito, pero con su pan se lo coman.


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