Hay que echarle narices al asunto para pretender a estas alturas del conflicto laboral desmarcarse con la genial idea de descubriros a Roald Dalh, un autor que ha sido, durante décadas, sistemáticamente saqueado por Hollywood. Por ejemplo es complicado imaginar que haya alguien que no conozca a Matilda o que ignore a Charlie y su fábrica de chocolates. O más aun, que no se haya estremecido con El hombre del Sur, el relato que inmortalizara Hitchcock en su serie de televisión y que readaptara a su manera Tarantino en Four Rooms. Ya sabéis, el del encendedor infalible, la apuesta y el pulgar amputado. Y no os culpo a vosotros por conocerlo ni a Hollywood por el expolio. Hay que admitir que si bien quizá sus cuentos jamás vayan a ser recordados por la complejidad de su estructura narrativa, ni seguramente la espesura psicológica de sus personajes esté a la altura de las exigencias de un Freud o un Adler, ni tampoco la hondura filosófica de sus relatos a las de un Spinoza o un Plaza Uñac, o el arrojo de su compromiso social y la delicadeza de su aliento poético sean medibles con los logros de un Camus, un Dos Passos o un Vian, con todo, la narrativa de Dalh posee algo que probablemente ninguno de ellos llegó a raspar siquiera en su superficie: esa especie de energía arrolladora que caracteriza a los narradores natos, a aquellos escritores que por encima de cualquier otra virtud poseen el don de saber cómo se cuenta una buena historia.
Y es que, rebosante de imaginación e ingenio, frecuentar a Dalh es como perderse en un flameante universo de mundos multiformes y siempre cambiantes; como adentrarse en un territorio salvaje dónde cualquier cosa, imaginable o no, puede terminar sucediendo. Porque en el fondo leer sus cuentos es la experiencia más parecida que conozco a un agradable paseo en un hermoso día soleado en medio de un campo de minas: es placentero, no lo vamos a negar, aunque más vale mirar bien dónde se pisa, so riesgo de acabar, al menor descuido, empotrado contra la cornisa más próxima. Vamos, al viejo estilo Carrero Blanco, para que os hagáis una idea. En fin, lo dijo Nexus 6 en Blade Runner: es toda una experiencia leer con miedo.
Para la ocasión me decanto por el exquisito “Los gourmets”, también titulado en otras antologías como “El sibarita”, toda una muestra del ingenio y la mala leche que se gastaba el autor británico. Como siempre en estos casos, hay clickar en Leer más...
Y es que, rebosante de imaginación e ingenio, frecuentar a Dalh es como perderse en un flameante universo de mundos multiformes y siempre cambiantes; como adentrarse en un territorio salvaje dónde cualquier cosa, imaginable o no, puede terminar sucediendo. Porque en el fondo leer sus cuentos es la experiencia más parecida que conozco a un agradable paseo en un hermoso día soleado en medio de un campo de minas: es placentero, no lo vamos a negar, aunque más vale mirar bien dónde se pisa, so riesgo de acabar, al menor descuido, empotrado contra la cornisa más próxima. Vamos, al viejo estilo Carrero Blanco, para que os hagáis una idea. En fin, lo dijo Nexus 6 en Blade Runner: es toda una experiencia leer con miedo.
Para la ocasión me decanto por el exquisito “Los gourmets”, también titulado en otras antologías como “El sibarita”, toda una muestra del ingenio y la mala leche que se gastaba el autor británico. Como siempre en estos casos, hay clickar en Leer más...
LOS GOURMETS
Éramos seis cenando aquella noche en la casa de Mike Schofield en Londres: Mike con su esposa e hija, mi esposa y yo, y un hombre llamado Richard Pratt.
Richard Pratt era un famoso gourmet, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por «Los epicúreos», que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opíparos y vinos raros. No fumaba por terror a dañar su paladar, y cuando discutía sobre un vino tenía la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente.
«Un vino prudente —decía—, un poco tímido y evasivo, pero prudente al fin.» O bien, «un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre».
Yo había coincidido en casa de Mike dos veces con Richard Pratt anteriormente. En ambas ocasiones, Mike y su esposa se habían esmerado en preparar una comida especial para el famoso gourmet y, naturalmente, esta vez no iban a hacer una excepción.
En cuanto entramos en el comedor me di cuenta de que la mesa estaba preparada para una fiesta. Los grandes candelabros, las rosas amarillas, la numerosa vajilla de plata, las tres copas de vino para cada persona, y, sobre todo, el suave olor a carne asada que venía de la cocina, hicieron que mi boca empezara a segregar saliva.
Al sentarnos recordé que, en las dos anteriores visitas de Richard Pratt, Mike siempre había apostado con él acerca del vino clarete, presionándole para que dijera de qué año era la solera de aquel caldo. Pratt replicaba que eso no sería difícil para él. Entonces Mike apostaba con él sobre el vino en cuestión. Pratt había aceptado y ganado en ambas ocasiones. Esta noche estaba seguro de que volvería a jugar otra vez, porque Mike quería perder su apuesta y probar así que su vino era conocido como bueno, y Pratt, por su parte, parecía sentir un placer especial en exhibir sus conocimientos.
La comida empezó con un plato de chanquetes dorados y fritos con mantequilla, rociados con vino de Mosela. Mike se levantó y lo sirvió él mismo, y cuando volvió a sentarse me di cuenta de que observaba atentamente a Richard Pratt. Había dejado la botella frente a mí para que pudiera leer la etiqueta. Esta decía: «Geirslay Ohligsberg, 1945.» Se inclinó hacia mí y me dijo que Geirslay era un pueblecito a orillas del Mosela, casi desconocido fuera de Alemania. Me dijo que ese vino era muy raro porque, siendo los viñedos tan escasos, para un extranjero resultaba prácticamente imposible conseguir una botella. El había ido personalmente a Geirslay el verano anterior para conseguir unas pocas docenas de botellas que consintieron en venderle.
—Dudo que lo tenga alguien más en esta comarca —dijo, mirando de nuevo a Richard Pratt—. Lo bueno del Mosela —continuó, levantando la voz— es que es el vino más adecuado para servir antes del clarete. Mucha gente sirve vino del Rin, pero los que tal hacen no entienden nada de vinos. Cualquier vino del Rin mata el delicado bouquet del clarete. ¿Lo sabían? Es una barbaridad servir un Rin antes de un clarete. Pero el Mosela... ¡Ah! ¡El Mosela es el más indicado!
Mike Schofield era un hombre de mediana edad, muy agradable. Pero era corredor de Bolsa. Para ser exacto, era un agiotista de la Bolsa y, como muchos de su clase, parecía estar un poco perplejo, casi avergonzado, de haber hecho dinero con tan poco talento. En su fuero interno sabía que no era sino un book-maker, un corredor de apuestas, un untuoso, infinitamente respetable y secretamente inescrupuloso corredor de apuestas. Suponía que sus amigos lo sabían también. Por eso quería convertirse en un hombre de cultura, cultivar un gusto literario y artístico, coleccionando cuadros, música, libros y todo lo demás. Su explicación acerca de los vinos del Rin y del Mosela formaba parte de esta cultura que él buscaba.
—Un vino estupendo, ¿verdad? —dijo, mirando insistentemente a Richard Pratt.
Yo le veía echar una furtiva mirada a la mesa cada vez que agachaba la cabeza para tomar un bocado de chanquetes. Yo casi le sentía esperar el momento en que Pratt cataría el primer sorbo, contemplaría el vaso tras haber bebido con una sonrisa de placer, de asombro, quizá hasta de duda, y entonces se suscitaría una discusión en la cual Mike le hablaría del pueblo de Geirslay.
Pero Richard Pratt no probó el vino. Estaba conversando animadamente con Louise, la hija de Mike, la cual no tenía aún dieciocho años. Estaba frente a ella, sonriente, contándole, al parecer, alguna historia de un camarero en un restaurante parisiense. Mientras hablaba, se inclinaba más y más hacia Louise, hasta casi tocarla, y la pobre chica retrocedía lo máximo que podía, asintiendo cortésmente, o más bien desesperadamente, y mirándole no a la cara sino al botón superior de su smoking.
Terminamos el pescado y la doncella empezó a retirar los platos. Cuando llegó a Pratt y vio que no había tocado su comida siquiera, dudó unos instantes. Entonces Pratt advirtió su presencia, la apartó, interrumpió su conversación y empezó a comer rápidamente, metiéndose el pescado en la boca con hábiles y nerviosos movimientos del tenedor. Cuando terminó, cogió su vaso y en dos tragos se bebió el vino para continuar en seguida su interrumpida conversación con Louise Schofield.
Mike lo vio todo. Estaba sentado, muy quieto, conteniéndose y mirando a su invitado. Su cara, redonda y jovial, pareció ceder a un impulso repentino, pero se contuvo y no pronunció palabra.
Pronto llegó la doncella con el segundo plato. Este consistía en un gran rosbif. Lo colocó en la mesa delante de Mike, quien se levantó y empezó a trincharlo, cortando las lonchas muy delgadas y poniéndolas delicadamente en los platos para que la doncella las fuera distribuyendo. Cuando hubo servido a todos, incluyéndose a sí mismo, dejó el cuchillo y se inclinó apoyando las manos en el borde de la mesa.
—Bueno —dijo, dirigiéndose a todos, pero sin dejar de mirar a Richard—, ahora el clarete. Perdónenme, pero tengo que ir a buscarlo.
—¿Vas a buscarlo tú, Mike? —dije—. ¿Dónde está?
—En mi estudio. Está destapado, para que respire.
—¿Por qué en el estudio?
—Para que adquiera la temperatura ambiente, por supuesto. Lleva allí veinticuatro horas.
—Pero ¿por qué en el estudio?
—Es el mejor sitio de la casa. Richard me ayudó a escogerlo la última vez que estuvo aquí.
Al oír su nombre Richard nos miró.
—¿Verdad que sí? —dijo Mike.
—Sí —dijo Pratt afirmando con la cabeza—, es verdad.
—Encima del fichero de mi estudio —dijo Mike—. Ese fue el lugar que escogimos. Un buen sitio en una habitación con temperatura constante. Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo.
El pensamiento de un nuevo vino le devolvió el humor y dirigióse rápidamente a la puerta para regresar un minuto más tarde, despacio, solemnemente, llevando entre sus manos una cesta donde había una botella oscura. La etiqueta estaba invertida.
—Bueno —gritó, viniendo hacia la mesa—. ¿Y éste, Richard? Este no lo adivinará nunca.
Richard Pratt se volvió lentamente y miró a Mike; luego sus ojos descendieron hasta la botella metida en la cesta, levantó las cejas y echó hacia adelante el labio inferior con un gesto feo e imperioso.
Mientras tanto las mujeres callaban, en una especie de mutismo embarazoso y tenso.
—Nunca lo adivinará —repitió Mike—; ni en cien años.
—¿Un clarete? —preguntó Richard, como afirmándolo.
—Naturalmente.
—Entonces me imagino que será de algún pequeño viñedo.
—Puede que sí, Richard, y puede que no.
—Pero ¿es de un buen año? ¿Una de las grandes cosechas?
—Sí, eso se lo garantizo.
—Entonces no puede ser difícil —dijo Richard Pratt, recalcando las palabras, ya un poco aburrido. Sólo que, en mi opinión, había algo extraño en su forma de pronunciar, y en su aburrimiento: en sus ojos se percibía una sombra algo diabólica, y en su actitud un ansia que me provocó una cierta inquietud.
—Esta vez es realmente difícil —dijo Mike—. No le voy a coaccionar a que apueste por este vino.
—¿Por qué no?
Sus cejas se arquearon de nuevo y sus ojos adquirieron un extraño brillo.
—Porque es difícil.
—Esto no me deja en muy buen lugar.
—Mi querido amigo —dijo Mike—, apostaré con gusto si usted lo desea.
—No creo que sea tan difícil descubrirlo.
—¿Significa eso que va a apostar?
—Efectivamente, quiero apostar —dijo Pratt.
—Muy bien, lo haremos como siempre.
—No cree que pueda adivinarlo, ¿verdad?
—Con todo el respeto, no lo creo —dijo Mike. Hacía esfuerzos por mantenerse correcto. Pero Pratt no se molestó mucho en ocultar su desdén por todo el asunto.
Sin embargo, su pregunta siguiente traicionó un cierto interés.
—¿Quiere aumentar la apuesta?
—No, Richard.
—¿Apuesta cincuenta cajas?
—Sería tonto.
Mike se quedó quieto detrás de su silla en la cabecera de la mesa, cogiendo la botella embutida en su ridícula cesta. Su rostro estaba pálido y la línea de sus labios era muy fina.
Pratt estaba recostado en el respaldo de su silla, mirándole, con las cejas levantadas, los ojos medio cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Observé de nuevo, o creí ver, algo enigmático en la cara del hombre, una sombra de ansia en sus ojos, que ocultaban cierta malignidad un tanto pueril y maliciosa.
—Entonces, ¿no quiere subir a apuesta?
—Por mí no hay inconveniente, querido amigo —dijo Mike—; apostaré lo que quiera.
Las tres mujeres y yo estábamos callados, mirando a los dos hombres. La esposa de Mike empezaba a sentirse incómoda; su boca se contraía en un mohín de disgusto y me pareció que en cualquier momento iba a interrumpirles. El rosbif estaba intacto en los platos, jugoso y humeante.
—Entonces, ¿apostaremos lo que yo quiera?
—Exactamente, le apuesto lo que quiera, si está dispuesto a mantener la apuesta.
—¿Hasta diez mil libras?
—Desde luego, si así lo desea.
Mike iba ganando confianza por momentos. Sabía ciertamente que podía apostar cualquier suma que Pratt dijera.
—Entonces, ¿apuesto yo primero? —preguntó Pratt otra vez.
—Eso es lo que he dicho.
Hubo una pausa en la cual Pratt me miró a mí y luego a las tres mujeres detenidamente. Parecía querer recordarnos que éramos testigos de la oferta.
—¡Mike! —dijo la señora Schofield rompiendo la tensión ambiental—, ¿por qué no dejas de hacer tonterías y empezamos a comer? La carne se está enfriando.
—No es ninguna tontería —dijo Pratt tranquilamente—; estamos haciendo una apuesta.
Distinguí a la doncella en segundo término con una fuente de verdura en las manos, dudando entre seguir adelante o no.
—Muy bien —dijo Pratt—, le diré qué es lo que quiero que apueste.
—Diga, pues —le respondió Mike descaradamente—, empiece.
Pratt volvió la cabeza y nuevamente una diabólica sonrisa apareció en sus labios. Luego, lentamente, mirándonos a Mike y a mí, dijo:
—Quiero que apueste para mí, la mano de su hija. Louise Schofield dio un salto de la silla.
—¡Eh! —gritó—. ¡No, esto no tiene gracia! Oye, papá, no tiene ninguna gracia.
—No te preocupes, querida —la tranquilizó su madre—; sólo están jugando.
—No bromeo —dijo Richard Pratt.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Mike, perdiendo el control de sus nervios.
—Usted ha dicho que apostara lo que quisiera.
—¡Yo he querido decir dinero!
—No ha dicho dinero.
—Eso es lo que he querido decir.
—Pues es una lástima que no lo haya dicho. De todas formas, si se arrepiente de su oferta, no tengo inconveniente.
—No voy a retirar mi oferta, amigo mío. Lo que pasa es que usted no tiene una hija para substituir a la mía, en caso de que pierda, y aunque la tuviera, yo no me casaría con ella.
—Me alegro de oírte decir eso, querido —intervino su esposa.
—Me apuesto lo que usted quiera —anunció Pratt—. Mí casa, por ejemplo, ¿qué le parece mi casa?
—¿Cuál de ellas? —preguntó Mike, bromeando.
—La del campo.
—¿Por qué no la otra, también?
—De acuerdo, si así lo quiere usted. Las dos casas.
En aquel momento, vi dudar a Mike. Dio un paso adelante y colocó la botella sobre la mesa. Puso el salero a un lado, luego hizo lo mismo con la pimienta. Seguidamente cogió un cuchillo y durante unos segundos examinó pensativamente la hoja, colocándolo luego en su sitio otra vez. Su hija también le vio vacilar.
—Bueno, papá —gritó—. ¡No seas absurdo! Esto es una soberana tontería. Me niego a que me apostéis, como si fuera un trofeo de caza.
—Tienes mucha razón, nena —dijo su madre—. Ya está bien, Mike. Siéntate y come.
Mike no le hizo ningún caso. Miró a su hija paternalmente. Sus ojos brillaban con un gesto de triunfo.
—¿Sabes, Louise? —le dijo, sonriendo mientras hablaba—, debemos pensarlo.
—Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Me niego a escucharte! ¡En mi vida he oído una cosa tan ridícula!
—Hablemos en serio, querida. Espera un momento y escucha lo que voy a decirte.
—¡No quiero oírlo!
—¡Louise, por favor! Se trata de lo siguiente: Richard ha hecho una apuesta seria, él es quien ha apostado, no yo. Si pierde, tendrá que desprenderse de sus valiosas propiedades. Espera un momento, querida, no interrumpas. La cosa es ésta: no puede ganar.
—El cree que sí.
—Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Médoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que éste que tengo aquí es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible.
—No puedes asegurar eso —dijo su hija.
—Te digo que sí. Aunque no sea demasiado correcto por mi parte el decirlo, entiendo un poco de vinos. Y además, ¡por el amor del cielo!, soy tu padre y supongo que no pensarás que te voy a obligar a algo que no quieres, ¿verdad? Te estoy haciendo ganar dinero.
—¡Mike! —le replicó su mujer duramente—. ¡No sigas, Mike, por favor!
De nuevo pareció ignorarla.
—Si consientes en esta apuesta, en diez minutos poseerás dos grandes casas.
—Pero yo no quiero dos casas, papá.
—Entonces las vendes. Véndeselas a él inmediatamente. Yo lo arreglaré todo. Piénsalo, querida. Serás rica, independiente para toda la vida.
—¡Oh, papá, no me gusta! Me parece una cosa tonta.
—A mí también —dijo la madre.
Al hablar, movía la cabeza de arriba abajo como una gallina.
—Deberías avergonzarte de ti mismo, Michael, por sugerir una cosa así. ¡Llegar a apostar a tu propia hija! Mike ni siquiera la miró.
—Acepta —dijo testarudamente, mirando a la chica—. ¡Acepta!, ¡rápido! Te garantizo que no perderás.
—No me gusta eso, papá.
—Vamos, nena, ¡acepta!
Mike la forzaba más y más. Estaba inclinado hacia ella, mirándola fijamente, como si tratara de hipnotizarla.
—¿Y si pierdo? —dijo con voz ahogada.
—Te repito que no puedes perder, te lo garantizo.
—¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo?
—Te voy a hacer ganar una fortuna, así que no lo pienses más. ¿Qué dices, Louise? ¿De acuerdo?
Por última vez, ella dudó. Luego, se encogió de hombros desesperadamente y dijo:
—Bien, acepto, siempre que me jures que no hay peligro de perder.
—¡Estupendo! —exclamó Mike—. Entonces apostamos.
Inmediatamente, Mike cogió el vino, se sirvió primero a sí mismo y luego fue llenando los vasos de los demás. Ahora todos miraban a Richard Pratt, observando su rostro mientras él cogía su vaso con la mano derecha y se lo llevaba a la nariz. Era un hombre de unos cincuenta años y su rostro no era muy agradable. Todo era boca —boca y labios—, esos labios gruesos y húmedos del sibarita profesional, con el labio inferior más saliente en el centro, un labio colgante y permanentemente abierto con el fin de recibir más fácilmente la comida y la bebida. Como un embudo, pensé yo al observarle: su boca es un embudo grande y húmedo.
Lentamente, levantó el vaso hacia la nariz.
La punta de la nariz se metió en el vaso, y se deslizó por la superficie del. vino, husmeando con delicadeza. Agitó el vino en su vaso, para poder percibir mejor el aroma. Parecía intensamente concentrado. Había cerrado los ojos y la mitad superior de su cuerpo, la cabeza, cuello y pecho parecían haberse convertido en una sensitiva máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que le transmitía la nariz, con sus aletas carnosas, eréctiles, nerviosas y sensitivas.
Observé a Mike, sentado en su silla, aparentemente despreocupado, pero atento a todos los movimientos. La señora Schofield, su esposa, estaba sentada muy erguida en el lado opuesto de la mesa, mirando de frente, con gesto de desaprobación en el rostro. Louise, la hija, había separado un poco la silla y, como su padre, observaba atentamente los movimientos del sibarita.
Durante un minuto el proceso olfativo continuó; luego, sin abrir los ojos ni mover la cabeza, Pratt acercó el vaso a su boca y bebió casi la mitad de su contenido. Después del primer sorbo, se paró para paladearlo, luego lo hizo pasar por su garganta y pude ver su nuez moverse al paso del líquido. Pero no se lo tragó todo, sino que se quedó casi todo el sorbo en la boca. Entonces, sin tragárselo, hizo entrar por sus labios un poco de aire que mezclándose con el aroma del vino en su boca pasó luego a sus pulmones. Contuvo la respiración, sacando luego el aire por la nariz; para poner finalmente el vino debajo de la lengua y engullirlo, masticándolo con los dientes, como si fuera pan.
Fue una representación solemne e impresionante, debo confesar que lo hizo muy bien.
—¡Hum! —dijo, dejando el vaso y relamiéndose los labios con la lengua—, ¡hum!, sí..., un vinito muy interesante, cortés y gracioso, de gusto casi femenino.
Tenía saliva en exceso en la boca y al hablar soltó algunos salpicones sobre la mesa.
—Ahora empezaremos a eliminar —dijo—, me perdonarán si lo hago concienzudamente, pero es que me juego mucho. Normalmente, quizá me hubiera arriesgado y hubiera dicho directamente el nombre del viñedo de mi elección. Pero esta vez debo tener precaución, ¿verdad?
Miró a Mike y le dedicó una espesa y húmeda sonrisa. Mike no le sonrió.
—En primer lugar: ¿de qué distrito de Burdeos procede este vino? No es demasiado difícil de adivinar. Es excesivamente ligero para ser St. Emilion o Graves. Desde luego, es un Médoc, no cabe duda.
»Veamos, ¿de qué comarca de Médoc procede? Esto, por eliminación, tampoco es difícil de saber. ¿Margaux? No. No puede ser Margaux, no tiene el aroma violento de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac. Es demasiado tierno y gentil para ser un Pauillac. El vino de Pauillac tiene un carácter casi imperioso en su gusto. Además, para mí, Pauillac contiene un curioso y peculiar residuo que la uva toma del suelo de la viña. No, no. Este es un vino muy gentil, serio y tímido la primera vez que se prueba. Quizá sea un poco revoltoso a la segunda degustación, excitando la lengua con un poquito de ácido tánico. Después de haberlo saboreado, es delicioso, consolador y femenino, con la generosa calidad que se asocia a los vinos de la comarca de St. Julien. Indudablemente, éste es un St. Julien.
Se respaldó en la silla, puso las manos a la altura del pecho con los dedos juntos. Estaba poniéndose ridículamente pomposo, pero creo que lo hacía deliberadamente para burlarse de su anfitrión. Esperé ansiosamente a que continuara. Louise encendió un cigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforo y se volvió hacia ella, mirándola con ira.
—¡Por favor, no lo haga! Fumar en la mesa es una costumbre horrible.
Ella le miró, con el fósforo en la mano, observándolo fijamente con sus grandes ojos, quedando así un momento, y echándose hacia atrás otra vez, lenta y ceremoniosamente. Luego inclinó la cabeza y apagó el fósforo, pero continuó con el cigarrillo sin encender entre los dedos.
—Lo siento, querida —dijo Pratt—, pero no puedo consentir que se fume en la mesa. Ella no le volvió a mirar.
—Bueno, veamos. ¿Dónde estábamos? —dijo él—. ¡Ah, sí! Este vino es de Burdeos, de la comarca de St. Julien, en el distrito de Médoc. Hasta ahora voy bien. Pero llegamos a lo más difícil: el nombre de la viña. Porque en St. Julien hay muchos viñedos y, como ya ha señalado nuestro anfitrión anteriormente, a menudo no hay mucha diferencia entre el vino de uno y de otro, pero ya veremos.
Hizo una pausa otra vez, cerrando los ojos.
—Estoy tratando de establecer la cosecha —dijo—, si consigo esto, tendré ganada la mitad de la batalla. Bueno, veamos. Evidentemente, este vino no es de la primera cosecha de una viña, ni de la segunda. No es un gran vino. La calidad, la..., el..., ¿cómo lo llaman?: el esplendor, el poder, eso falta. Pero la tercera cosecha, ésa sí podría ser. Sin embargo, lo
dudo. Sabemos que es de un buen año, nuestro anfitrión lo ha dicho. Esto lo desfigura un poco. Tengo que ser prudente, muy prudente, en este punto.
Tomó el vaso y dio otro sorbo.
—Sí —dijo, secándose los labios—, tenía razón. Es de la cuarta cosecha, ahora estoy seguro. La cuarta cosecha de un año muy bueno, bueno de verdad. Eso es lo que le dio el gusto de tercera y hasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto está mejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles son las viñas de las cuartas cosechas de la comarca de St. Julien?
Volvió a pararse, tomó el vaso y se lo puso en los labios. Luego le vi sacar la lengua, estrecha y rosada, con la punta metiéndose en el vino, escondiéndose otra vez; era un espectáculo repulsivo. Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojos cerrados, el rostro concentrado, sólo los labios se movían, restregándose uno contra otro como dos piezas de húmeda y esponjosa goma.
—¡Aquí está otra vez! —gritó—. Ácido tánico después de un sorbo y una sensación bajo la lengua. ¡Sí, sí, claro, ya lo tengo! El vino procede de una de esas pequeñas viñas de los alrededores de Beychevelle. Ahora recuerdo. El distrito de Beychevelle, el río, el pequeño puerto, anticuado y ridículo. Beychevelle... ¿Puede ser el mismo Beychevelle? No, no creo. No exactamente, pero debe de ser muy cerca de allí. ¿Château Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí, podría ser: esperen un momento.
Volvió a probar el vino y al fijarme en Mike Schofield le vi inclinarse más y más sobre la mesa, con la boca un poco abierta y sus ojos fijos en Richard Pratt.
—No. Estaba equivocado. Un Talbot viene más pronto a la memoria que ése; la fruta está más cerca de la superficie. Si es un «34», que creo que es, no puede ser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar. No es un Beychevelle y no es un Talbot, y sin embargo está tan cerca de ambos, tan cerca, que el viñedo debe de estar en medio. ¿Qué podrá ser?
Dudó unos momentos. Nosotros esperamos, observando su rostro. Todos, hasta la esposa de Mike, le mirábamos. Oí a la doncella poner el plato de verduras en el aparador, detrás de mí, suavemente, para no turbar el silencio.
—¡Ah! —gritó—, ¡ya lo tengo! ¡Sí, creo que lo tengo!
Por última vez probó el vino. Luego, con el vaso todavía cerca de la boca, se volvió hacia Mike y le dedicó una lenta y suave sonrisa, diciéndole:
—¿Sabe lo que es? Este es el pequeño Château Branaire-Duoru.
Mike quedó inmóvil.
—Y del año 1934.
Todos miramos a Mike, esperando que volviese la botella y nos enseñara la etiqueta.
—¿Es ésa su respuesta? —dijo Mike.
—Sí, creo que sí.
—Bueno. ¿Es o no es la respuesta final?
—Sí, es mi respuesta definitiva.
—¿Me quiere decir su nombre otra vez?
—Château Branaire-Duoru. Una pequeña viña. Un viejo castillo, lo conozco muy bien. No comprendo cómo no lo he reconocido desde el principio.
—Vamos, papá —dijo la chica—, vuelve la botella y veamos qué pasa. Quiero mis dos casas.
—Un momento —dijo Mike—, espera un momento. Parecía inquieto y sorprendido y su rostro iba palideciendo como si fuera perdiendo las fuerzas.
—¡Michael!—exclamó su esposa desde la otra parte de la mesa—. ¿Qué pasa?
—No te metas en esto, Margaret, por favor. Richard Pratt miraba a Mike con ojos brillantes. Mike no miraba a nadie.
—¡Papá! —gritó la hija angustiada—. ¡No me digas que lo ha adivinado!
—No te preocupes, querida. No hay por qué angustiarse. Supongo que fue por 'desembarazarse de la familia por lo que Mike se volvió hacia Richard Pratt y le dijo:
—Oiga, Richard, creo que será mejor que vayamos a la otra habitación y hablemos.
—No quiero hablar —dijo Pratt, fríamente—, lo que quiero es ver la etiqueta de la botella.
Ahora sabía que había ganado, tenía la arrogancia y la apostura del ganador y me di cuenta de que se molestaría si encontraba algún impedimento.
—¿Qué espera? —le dijo a Mike—. ¡Déle la vuelta!
Entonces ocurrió: la doncella, la pequeña y fina figura de la doncella de uniforme blanco y negro, estaba de pie al lado de Richard Pratt con algo en la mano.
—Creo que son suyas, señor —dijo.
Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendía. Dudó un momento.
—¿Son mías? Sí, seguramente, no sé...
—Sí, señor, son suyas.
La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado.
Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo.
Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Había algo raro en ella y en la manera de quedarse allí, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro tenía una mirada fría y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hacían parecerse a un pajarito.
—Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamente correcta—, encima del fichero verde, cuando ha ido allí, solo, antes de la cena.
Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí que Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz.
— ¡Bueno, Michael! —dijo su esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate!
Está bien el cuento, Alan Moore, no sé si todos los que entran lo leerán, pero con este comentario os animo a que lo hagáis. A pesar de que lo recomiende nuestro crítico amigo.
ResponderEliminarPedro, tengo que hablar contigo, a ver si te pasas el jueves (día sin huelga) por aquí para comentarte algo que te puede interesar.
Sí, es muy divertido. A mí me encanta.
ResponderEliminarJoder, ahora me has dejado intrigado. ¿No me puedes adelantar algo via emilio? Aunque sea sólo por no tenerme preocupado (tiendo a pensar siempre lo peor). Prometo de todas formas pasarme mañana por allí.