martes, 16 de agosto de 2011

El tiempo de los asesinos, epílogo de Antonio Martín a Todo 36-39; Malos tiempos

Comentaba Rafa Marín en la entrevista que le hicimos para La casa del mundo que de Carlos Giménez se puede decir, medio en broma medio en serio, que es el verdadero padre de la Memoria Histórica en nuestro país. Quede la broma en el haber del anecdotario radiofónico, que en el fondo tampoco la necesita el maestro Giménez para reivincarse él y su trabajo; a mí me llega y me sobra con apuntar sencillamente que es un narrador como la copa de un pino. Y quien le ha leído sabe que ni miento ni exagero. O si no echadle una mirada, por ejemplo, al Todo 36-39; Malos tiempos y ya me diréis si no es así. O mejor, ya me lo agradeceréis. Para abriros el apetito os dejo aquí el epílogo incluido en el tomo recopilatorio que publicó Mondadori para su colección Debolsillo a inicios del presente año, firmado por Antonio Martín, a la sazón editor de la obra, y que resulta una magnífica tarjeta de presentación para este espeluznante y conmovedor tebeo. Por cierto, disponible en la biblioteca municipal, vamos, que no hay excusas:

El tiempo de los asesinos, de Antonio Martín


Una vez más, Carlos Giménez sale a la calle para pegar cuatro voces para reclamar contra el olvido. Cuando se cumplen 70 años del final de la Guerra Civil Española, Giménez alza su voz y nos ofrece el último de sus cuatro libros de historietas 36-39 Malos Tiempos, en los que narra, con una visión personal, los años de la Guerra Civil Española, contada desde los de abajo, a los que hace hablar sobre lo que les tocó vivir, convirtiéndoles en testigos de la Guerra de España.

Ahora Carlos Giménez cierra el ciclo que inició en los meses del verano de 1936, cuando todo Madrid era una hoguera de pasiones que rev
erberaban en explosiones de júbilo y de odio, todos convencidos de que era posible aplastar la sublevación militar y que amanecía un día más justo, más humano, en que por fin sería cierto el Artículo I de la Constitución de 1931: “España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo”. Aquel estallido de esperanza se consumió en los días amargos de la Guerra Civil, traducidos en el cúmulo de desastres que la guerra trajo a las gentes de a pie que la vivieron y sufrieron. Pero siempre quedaba la esperanza.

Es así como Giménez ha hecho, en los sucesivos libros de 36-39 Mal
os Tiempos, la crónica de una guerra conformada por una pluralidad de conflictos enfrentados de clases y de realidades sociales, de religión, regionales... que ha resumido en el solo escenario de la retaguardia de una ciudad que, prácticamente toda ella, era frente de batalla. Y al hacerlo ha demostrado cómo la historieta funciona mejor como medio, en toda su riqueza y validez representativa, cuando no se quiere narrar la "gesta" ni la "mítica" de la guerra y de quienes la hicieron, sino que pretende solo transmitir su fragmentación en marcos, sucesos y personas. De la mano de Carlos Giménez hemos transitado, a través de esta obra, por los años 1936 a 1939, hasta llegar ahora a su último acto, en Madrid, cuando ya se anunciaba la primavera y la esperanza se consumía finalmente.

Finales de Marzo de 1939...

Y de repente... se escuchó el silencio. Las armas callaron. No más tableteo de ametralladoras. Los cañones de largo alcance situados en la Casa de Campo dejaron de disparar. Ningún avión sobrevolaba los cielos de Madrid con su cargamento de bombas. Al cesar el ruido retumbante de las armas, el estruendo
de las explosiones, el crujir de las casas al derrumbarse, todos contuvieron la respiración y al soltarla después, muy despacio, solo quedaba el silencio, y todos los madrileños, combatientes y no combatientes, se espeluznaron sabedores de que ahora venía lo peor. Que todo el sufrimiento acumulado durante los casi tres años de Guerra Civil era poco, casi nada, ante lo que la victoria de Franco suponía.

Una vez más, Marcelino y Lucía, el obrero afiliado al partido de Izquierda Republicana y su mujer, sobre cuya vida y peripecias en la retaguardia madrileña se estructura la serie 36-39 Malos Tiempos, cumplen la función del coro del teatro griego, como portavoces del autor y comentaristas de los sucesos de
la vida durante la guerra. Y nos señalan los desastres que se acumulan, uno sobre otro, pidiéndonos que, como lectores, nos integremos en la acción y en las vivencias del libro, hasta incitarnos –como señalaba Roland Barthes-- a la reflexión, sobre lo que la guerra ha sido y sobre lo que la derrota va a suponer ahora, en marzo de 1939. Así, en este cuarto libro, Carlos Giménez nos lleva al acto final de la guerra, para que vivamos cómo la ciudad que había sido “rompeolas de todas las Españas”, en el poema de Antonio Machado, cae en manos de Franco y se convierte en capital de la Victoria.

Apenas dos meses antes, el 26 de Enero de 1939, las tropas del gener
al Franco habían entrado victoriosas en Barcelona y, a partir de ese momento, “se preveía que la guerra se perdía, pero siempre se tenía la esperanza de que a lo mejor...”, escribe Carlos Giménez en las primeras páginas de este libro. Pero no habría ningún a lo mejor. “De repente, el mundo se ponía boca abajo. Todo lo pasado, todo lo sufrido... no había servido para nada”, sigue el autor y “¡Hemos perdido la guerra!” sollozan Marcelino y Lucía, para acabar: “Cuando todo esto termine, se contarán los muertos: mil, cien mil... pero nadie podrá contar las lágrimas, las miserias, las angustias, las penalidades padecidas... toda esta larga tortura. Nadie que no lo haya vivido sabrá jamás el horror de estos años...”

Este libro escenifica lo que fue o pudo ser vivir en aquel Madrid de hace setenta años, cuando en marzo de 1939 cae la ciudad y se pierde la guerra. Es el momento en que el pequeño y el gran mundo de los que habían luchado y resistido durante los casi tres años de guerra, se hunde de golpe y todo se viene abajo. Es como si de repente la vida, que se había vivido sin una perspectiva de conjunto que permitiese valorar lo que sucedía, se convirtiera en muerte, como si todo un mundo que se había sustentado en el esfuerzo de guerra --desde la inicial esperanza de vencer hasta la consigna final de resistir-- se derrumbase repentinamente, en una caída sin fondo. La sensación tuvo que ser como si de pronto se vaciaran las venas de sangre.

Con este libro, Carlos Giménez finaliza su personal versión de los días de la Guerra Civil Española plasmada en los cuatro libros de su serie 36-39 Malos Tiempos, y lo hace igual que la inició: como narrador de la vida de los perdedores, de las masas que formaban la retaguardia, las pobres gentes que no hicieron sino que vivieron y sufrieron la guerra, hasta convertirse en el rapsoda de las pequeñas historias que se aglutinan para formar la Gran Historia de la Guerra Civil Española.


La traición de Casado

La guerra comenzó con la traición de los militares rebeldes, cuyo fallido golpe de estado contra el Gobierno republicano desencadenó la Guerra Civil, una tormenta que generó mucha energía y rabia, odio y valor entre los republicanos y las gentes de izquierdas. Por el contrario, la guerra acabó blandamente, por sorpresa, como un falso final casi de zarzuela bufa, si no fuera por lo que ese final
indigno supuso. Paradójicamente, la guerra acabó tal y como se inició: con un golpe de estado militar. Solo que ahora la traición se disfrazó de legalidad republicana y el golpe de estado se produjo desde las mismas filas del ejército que defendía Madrid.

Tras la caída de Barcelona y Cataluña, el Gobierno de la República se propuso seguir la lucha y organizar la resistencia en el centro y levante de España, donde había un ejército de más de medio millón de soldados, adecuadamente armados, capaces, en el peor de los casos, de mantener la guerra varios meses más, ha
sta conseguir una paz posible. Alternativamente, Juan Negrín, Presidente del gobierno, confiaba en que la resistencia republicana permitiese ganar tiempo, hasta llegar a lo que él consideraba seguro: el estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra de un lado, y del otro Alemania e Italia, ya que entonces la guerra de España se convertiría en un simple campo de batalla del gran conflicto europeo.

Pero el día 5 de marzo de 1939, el coronel Segismundo Casado dio un golpe de estado contra el Gobierno de la República, con el apoyo y el acuerdo
de la Agrupación Socialista Madrileña y de uno de sus jefes más importantes, Julián Besteiro, con el apoyo y la ayuda militar del IV Cuerpo de Ejército del Centro mandado por el anarquista Cipriano Mera, así como con la ayuda de afiliados de los partidos de izquierda y, sobre todo, con los principales mandos militares del Madrid republicano. Casado acusó a Juan Negrín de no ser representativo por su intento de resistencia a ultranza y, dando por perdida la guerra, decidió pactar por cuenta propia con el general Franco, para lo que creó el Consejo Nacional de Defensa, desde el que, a lo largo del mes de marzo, intentó inútilmente negociar con el ejército enemigo, buscando lograr una paz sin represalias, la misma que Negrín llevaba ya meses intentando alcanzar. El nuevo golpe de estado militar triunfó allí donde el primero había fracasado: en Madrid.

Casado insistió en sus peticiones de paz hasta el día 26 de marzo de 1939.
Y una y otra vez recibió del cuartel del general Franco la misma respuesta: Rendición incondicional. Ante ello, Casado renunció a seguir intentando negociar y el día 27 ordenó la rendición y abandonó Madrid rumbo al puerto de Gandía, donde embarcó en un buque inglés que le puso a salvo, junto con su familia y varios miembros del Consejo, y le llevó a Marsella, dejando abandonados, en manos de Franco, a los cientos de miles de soldados, y millones de civiles, cuyo nombre había invocado para sublevarse contra el Gobierno de la República.

Perdida toda esperanza, la guerra se consume en sí misma y los defensores de Madrid dejan de resistir. Finalmente, el día 28 de marzo el ejércit
o franquista se pone en marcha y avanza sobre Madrid, ocupando núcleo tras núcleo de la ciudad. Tras entrar en Madrid, el día 29 avanzan hacia el levante y ese mismo día el general republicano Matallana da la orden de rendición total en todos los frentes. Miles de republicanos, civiles y militares, se desbordan por las carreteras que conducen a Valencia y Alicante, a Almería y Murcia, en un esfuerzo a la desesperada de salvarse ante el temor cierto a las represalias de los vencedores.


La vuelta de la tortilla

El cuarto Libro de 36-39 Malos Tiempos es el libro del desconcierto. Más y más duro que eso. Es el libro en el que Carlos Giménez , excelentísimo narrador, nos lleva de un tema a otro encadenándolos en un relato superior y más amplio
, en el que se recoge cuanto angustiaba en aquellos días de marzo de 1939 a las gentes que habían sido actores de la Guerra Civil y ahora eran sólo vencidos. En este libro, el autor abre en canal a sus protagonistas, el pueblo de Madrid, para hurgar en sus entrañas y mostrarnos sus sentimientos cuando la guerra acaba.

Lo cierto es que se había llegado a una situación límite en la que el cansancio y las privaciones sin cuento, que afectaban a los combatientes y a la población, habían roto la moral de lucha. Unos y otros querían que acabase la guerra, estaban dispuestos a aceptar cualquier hecho, cualquier solución, el destino más atroz a cambio de que la guerra acabara. Es difícil imaginar lo que pudo ser, lo que fue, soportar
casi tres años el martilleo constante y mortal de los disparos y las bombas, la escasez primero y después la carencia casi total de alimentos, la falta de salud generalizada que provocaron las privaciones, la suciedad, el frío, la tremenda escasez de medicinas y de todo lo necesario al quedar Madrid reducido a una economía de subsistencia.

Los últimos días del mes de marzo tuvieron que ser días de desconcierto total. Ante el cúmulo de noticias contradictorias. Sin noticias, sin consignas, sin mandos, sin conocimiento de lo que ocurría. Sin norte y sin capitanes ¿Madrid seguía siendo la ciudad leal que había cantado Antonio Machado? ¿Qué podían pe
nsar, qué podían hacer los que hasta pocos días antes luchaban por la libertad y la causa republicana? El desconcierto se mezclaba con la frustración y la rabia al percibir que habían sido abandonados a su suerte.

Voluntariamente, Giménez se desentiende de nuevo de los grandes esquemas y procesos históricos para mostrarnos la cara menos heroica de la guerra. Por ello tampoco circulan por las páginas de este libro ninguno de los políticos de la guerra, tampoco los generales y ni siquiera los oficiales de alta graduación, ni
los prebostes de ningún tipo. Los protagonistas son los perdedores de la guerra, soldados que intentan pasar desapercibidos y soldados encargados de guardar las trincheras abandonadas y los restos de la ciudad, policías de ingrato oficio y, sobre todo, los ciudadanos de todo tipo, pelaje y filiación, que ahora, a finales de marzo de 1939, tienen mucho más miedo que cuando se veían bajo los bombardeos. Madrid está cambiando de piel en estos días finales de marzo, de la resistencia y la guerra a la paz de la derrota. Pero, igualmente grave y terrible es que Madrid también está cambiando de camisa: “de pronto –escribe Giménez-- todo el mundo era franquista. ¿Qué había pasado? Los mismos que ayer levantaban el puño y gritaban ¡Viva la República! Ahora hacían el saludo fascista y se desgañitaban gritando ¡Viva Franco!”.



¡Ay de los vencidos...!

El día 1 de Abril de 1939 el Cuartel General del Genera
lísimo Franco da su último parte de guerra: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

Otras guerras civiles hubo antes en España pero ninguna tan trágica, brutal, compleja, con tantas ramificaciones y matices como la del 36-39. Los militares rebeldes que dieron el golpe de estado del 18 de julio de 1936 pretendían no solo derrocar el gobierno de la República y establecer un régimen de derechas corporativo y ultraconservador. También pretendían, tras asesinar a unas
decenas de miles de campesinos, obreros, sindicalistas, maestros, intelectuales, republicanos e izquierdistas, lograr una “limpieza ideológica y física”, que pondría en manos de los poderosos una España dúctil y manejable, en la que se perpetuarían sus intereses de clase.

Muy acertadamente Giménez presenta a su protagonista, Marcelino, el obrero honrado, testigo del final inesperado de la guerra, quien como portavoz del autor nos revela el terror de los vencidos: “y de pronto, a Marcelino, le invadió el pánico. Había terminado la guerra... ahora empezaba la paz de los vencedores”. La paz de la victoria. Con el ejército de Franco entraban en Madrid los que t
raían las listas negras, los torturadores, la policía política y los tribunales militares encargados de la represión. Comenzaba una nueva era en la Nueva España, en la que Franco es Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, Jefe Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., Jefe del Gobierno, Jefe del Estado, Caudillo supremo de España y Señor y dueño absoluto de la vida y la muerte de todos los españoles.

En 1939 y tras la victoria de Franco, 400.000 prisioneros republicanos se amontonan en campos de concentración, en iglesias, en cuarteles, en barracones. De allí salen a golpes, van a las comisarías y a los improvisados centros
de interrogatorio, donde son molidos y torturados, hasta que confiesan lo que sus interrogadores quieren que digan. Desde allí y tras un juicio exprés, sin ninguna garantía jurídica, juzgados en grupos de veinte o treinta por vez, los republicanos van derechos a la cárcel con largas penas de prisión cuando hay suerte y cuando no la hay, con condenas a muerte. Nadie escapa de las cárceles franquistas. La sola salida de la cárcel pasa por el garrote vil o el paredón.

La única posibilidad de gracia, de perdón que alivie la pena o evite la muerte, está en manos de Francisco Franco. Por sus manos pasaron todas las sentencias de muerte, a las que personalmente daba el “enterado” que las confirmaba sin remedio. Las muertes continuaron durante toda la década de los años cuarenta.
No hay que elegir las palabras ni el acento ni el tipo de letra para decir que Franco fue un asesino, por hecho y por defecto, por comisión y por delegación, pero parece, a la vista de los remilgos y el cuidado que algunos muchos p
onen al hablar de la llamada Memoria Histórica, que eso aún no pudiera decirse en voz alta, no pudiera escribirse, en España. ¿Por qué...?.



2 comentarios:

  1. Va a ser duro leerlo.

    Buena entrada, Alan.

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  2. Lo podéis pillar en la biblioteca municipal, para los amantes del papel, un servidor lo recomendó como "desiderata".

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Como no me copies te pego

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