De Alonso Guerrero, escritor mendralejense y primo del JL, como bien sabe media España y no desconoce la otra mitad, me atrae especialmente la pasión y la pureza de su propuesta literaria: la de un autor que vive por y para su obra, que hace del acto de la escritura una necesidad que roza con lo físico y que además confiesa leer más que mear. Hablamos de un escritor atípico para los tiempos que corren, alguien que frente a las exigencias mercantilistas de la actualidad, empeñadas en disolver el hecho literario en los requerimientos de la industria, opone una actitud beligerante que se atrinchera siempre en su propio juicio estético, sin permitir concesiones de cara a la galería, le entienda quien le entienda y le lea quien le quiera leer. Una actitud que los lectores de bestsellers no le agradecerán demasiado, pero que resulta cuanto menos encomiable a estas alturas del invento.
De las obras que le conozco la más representativa y la más recomendable, y por tanto la que en buena lógica os voy a recomendar, es la recopilación de cuentos titulada De la indigencia a la literatura, auténtico muestrario de las inquietudes y obsesiones que pueblan su universo creativo, con especial predominio de los azares y los rigores del escritor que resiste como puede ante los impedimentos que obstaculizan el cumplimiento de su proposito. Y dentro de ese libro, me quedo con el divertidísimo El tic de Horkheimer, que además puede ser leído como una aportación más para el debate sobre la crisis. O a lo mejor hasta hay quien le encuentra relación con el Fedro. En cualquier caso, toca pinchar en Leer más.
El tic de Horkheimer
A mitad de la oscura década de los cincuenta Max Horkheimer –hombre al que las noticias empezaban a hacer un viejo- vivía cegado por tres relumbrones. El primero había sido el derrumbamiento capitalista del 29; después la llegada del fascismo, que añadía metros a esa caída. Ahora, por fin, se hallaba rodeado de la más salvaje plutocracia. A decir verdad, tal estado no le produjo disgusto: era preciso que un crítico no se alejase de su objeto.También la primavera debe volver periódicamente a las sedientas llanuras de la sabana. Sin embargo en el cincuenta y cinco necesitaba más que nunca de perspectiva. La crítica del capitalismo y, por extensión, de la sociedad americana, no podía hacerse desde la barra de una hamburguesería. A sus sesenta años había leído varias veces Las tentaciones de San Antonio, de Flaubert, y llegado a la conclusión de que la única perspectiva posible debía de contener algo que no era muy bien visto por sus amigos marxistas: precisamente, la tentación. Por eso se propuso que irse a los Estados Unidos fuera una suerte de experimento privado, como el del científico que se inyecta el veneno para abocarse a encontrar su antídoto. No era buen momento, empero, de llevarlo a cabo. Se decía por ahí que su exilio americano iba convirtiéndose en un paraíso. No obstante, si no criticaba el capitalismo a su edad no lo criticaría nunca, pues pensaba honradamente que lo que había hecho hasta entonces era lidiar a la bestia, quizá no sin arte, pero evitando entrar a matar.
De modo que, como San Antonio, se aisló. Alquiló un modestísimo piso sin teléfono bajo las pilastras del puente de Brooklyn y se dedicó a escribir y observar por las ventanas con mosquitero cómo la sociedad iba pisoteando diariamente al individuo. Al principio todo fue requetebién: estaba rodeado de negros que llegaban al atardecer de las fábricas de los blancos, ilustraban con sus novias en el descansillo durante unos minutos las crónicas de pobres amantes y, de madrugada, partían de nuevo hacia la fábrica como atlantes mal pagados. Horkheimer apostaba contra ellos como si se tratase de caballos, en la soledad de aquel apartamento amueblado con un infernillo, una nevera en la que había que renovar todos los días la barra de hielo, una cama, una mesa de trabajo junto a la cama y una estantería en la que los libros de su discípulo Theodor W. Adorno –al que él llamaba Wiesengrund porque era lo que más le cabreaba- estaban colocados a la buena de Dios en la balda de abajo, de la que casi nunca quitaba el polvo. Como se ve, nada de necesidades consumistas, nada del discurso repetido de la publicidad, por más que los negros en los pasillos anduvieran “golpeando eternamente la máquina del jazz”. También había renunciado, a pesar de ser un viejo, a los pases de dibujos animados que reponía el cine de la esquina, a los relamidos actores “smart” de Hollywood y todas esas nuevas películas que tanto le recordaban las de la Ufa.
Por fin trabajaba a gusto contra lo que quería. Una especie de pátina de prestigio le había despojado siempre de su verdadera naturaleza, en la que tan cómodo se sentía ahora: la naturaleza de espía, de soplón, de gorgojo del sistema. Nadie tenía su dirección, excepto el casero, al que le había dicho que era un profesor de párvulos.
-¿Con ese nombre? – le preguntó el tipo, quizá porque todos los nombres alemanes se habían hecho sospechosos y aquel hombre llevaba un número tatuado en la muñeca.- ¿No estará usted huyendo de algo?
-De todo, menos de la policía…
Desde ese momento no tuvo que hablar más con él. Incluso podía retrasar lo que quisiera el pago del alquiler, cosa que no hizo demasiadas veces: prefería –en los Estados Unidos- la acusación de nazi a la de insolvente.
Poco tiempo necesitó para dedicarse a medir, como un buscador de lombrices, la resaca del capitalismo y de su brazo más potente: la industria cultural. Los negros arriesgaban la mitad de sus sueldo a la lotería y, cuando ésta no les tocaba –la lotería nunca toca a los negros- se consolaban con el jazz y con las películas de Victor Mature. A lo lejos, en la bahía, la estatua de la Libertad le parecía uno de los mitos de Cthulhu que, cuando era encendida por las noches, cobraba vida con objeto de enganchar voluntarios para la guerra de Corea.
Escribió denodadamente durante varios meses, quizá tres o cuatro. ¿Denodadamente? Apocalípticamente, más bien, en tanto que veía crecer dentro de sí esa férrea resistencia contra el terror hacia la vida que había vivido. Más que nunca, era preciso denunciar el poder político como una reluctancia del poder económico capitalista, la democracia como un disfraz y los datos estadísticos como lentejuelas de ese disfraz (no quiso escribir “adornos”). Vio por la ventana, como el capitán Nemo por los ojos del Nautilus, a las multitudes de un mundo absurdo que eran fácil presa de una decantación irrecusable de pobreza y degradación. Vio cabezas vacías, a medida que la suya iba vaciándose en aquel ensayo sobre la industria cultural. Vio la latente in-pertinencia de la cultura clásica, sin dejar de tener en cuenta que era aquella misma sociedad capitalista la que había convertido a Marx en un clásico y al materialismo en una dialéctica de salón de té. No es que, a tenor de lo ocurrido en Rusia, echase de menos algo tan espectacular como la dictadura del proletariado, pero el pensamiento filosófico que la había previsto –o, como diría un magnate norteamericano, diseñado- tenía aún profundas raíces en su corazón. Escribió febrilmente, como un Chandler en sus mejores tiempos, tanto que a menudo volvía a la ventana para no perder el punto de vista pragmático.
¿Y qué es lo que veía? Un mundo deshabitado, lleno de alienados por dinero o por indigencia. Grandes carteles de neón que anunciaban una bebida borrascosas e indigesta llamada Coca-Cola, un trozo del edificio de la Chrysler, trabajadores chinos que fumaban opio en lugar de creer en Buda, negros que adoraban la piel de Frank Sinatra y blancos pobres que suspiraban por la de Sidney Poitier. Pero, sobre todo, veía cómo él mismo iba colocando las grandes bombas filosóficas que iban a dinamitar todo aquello. Él, con su pensamiento avejentado, venido de Europa, casi vergonzosamente retrospectivo. Él, Max Horkheimer, un sexagenario que pagaba su alquiler, se sentía aún lo bastante joven para aislarse y transformar aquella “aristocracia espiritual” de Baudelaire en pragmatismo y filosofía, sobre todo en una peregrina ciencia de lo pragmático que odiaba todo lo pragmático, y el jazz sobremanera.
“Las grandes pruebas del espíritu son silenciosas –le decía, citando a Michaux, al mozo del hielo cuando le abría la puerta-. No las presiente ni la dialéctica” Todo fue inmejorablemente, en efecto, durante aquellos meses que constituyen los mejores de la etapa creativa de Horkheimer: dilucidó su pensamiento, lo aclaró y lo puso al día. Es más, se reconcilió con él, después de una relativa separación –un caprichoso ahorquillamiento provocado por un rebrote de sociologismo-, mientras aún los dos caminos se hallaban a la vista.
Ahora bien –y aquí es donde diferentes autores, historiadores de la filosofía y amigos discrepan-, tal etapa no estuvo totalmente exenta de problemas. El origen de esos problemas se halla a merced tanto del albur, para unos, como de la exégesis, para otros. Por ello, la existencia de esa solapada leyenda negra que hoy se comenta en varios círculos, al considerarse que no puede perjudicar en nada su pensamiento, tampoco ha de constituir menosprecio alguno para la integridad de su prestigio.
Tal leyenda, o infundio, o como se le llame, que ha sido satirizado mediante el famoso “tic de Horkheimer”, parte desde luego de testigos del todo ajenos a la comunidad filosófica. Uno de ellos es el casero del apartamento en que Horkheimer vivía. Sin ninguna animadversión, tal individuo en cierta manera divulgó el parecer del filósofo ante el hallazgo de un aparato de radio que había estado oculto en un mueble empotrado durante los meses previos al arrendamiento de la vivienda. El casero, llamado Robert Süss, reveló que ya en la última etapa de su hospedaje encontró a Horkheimer más agotado de lo habitual. Era un hombre viejo y solo que se pasaba el día mirando por la ventana. Fue en esos días cuando, seguramente buscando por la casa en una tarde aburrida -pues el cuarto donde se hallaba el aparato lo tenía desocupado- encontró la radio. Le preguntó al casero, de bastante malas maneras, por qué había dejado allí aquel ubicuo tótem de la industria cultural. Este no supo qué responder, pues hasta más tarde no se le informó de lo que realmente había ido a hacer a su casa Horkheimer, pero sin querer precipitar las cosas le respondió que al mes siguiente se lo llevaría, ya que sólo había pasado a cobrar e iba con la compra para su esposa. Se despidió, pero antes oyó que el filósofo decía algo así como que “Goebbels y el Führer le habían quitado las ganas de publicidad”.
A partir de lo constatado no hay más que hipótesis, si bien algunas bastante malintencionadas, aunque el propio Horkheimer ya respondió a ellas, antes de enfermar y morir en 1973, diciendo que la crítica más halagadora que el capitalismo pude hacer a su obra es la dirigida hacia su persona.
En efecto, las malas lenguas, las que a duras penas son esclavas de cabezas susceptibles de llamarse pensantes (cuánto menos filosóficas), han sostenido siempre la existencia de una relación casi “contra natura” de Horkheimer –en tal apartamento de Nueva York donde escribió el grueso de su diatriba contra el capitalismo- y aquel aparato de radio. Por eso, el tic aludido, esa especie de espasmo en brazos y piernas que a veces ha demostrado incluso en público, dícese debido a que Horkheimer recuerda con insistencia una vieja tonada de Benny Goodman. Pero esta teoría ha sido desmentida por algunos estudiosos del ritmo, más inclinados a identificar en tales movimientos ciertos acordes de Charlie Parker.
De las obras que le conozco la más representativa y la más recomendable, y por tanto la que en buena lógica os voy a recomendar, es la recopilación de cuentos titulada De la indigencia a la literatura, auténtico muestrario de las inquietudes y obsesiones que pueblan su universo creativo, con especial predominio de los azares y los rigores del escritor que resiste como puede ante los impedimentos que obstaculizan el cumplimiento de su proposito. Y dentro de ese libro, me quedo con el divertidísimo El tic de Horkheimer, que además puede ser leído como una aportación más para el debate sobre la crisis. O a lo mejor hasta hay quien le encuentra relación con el Fedro. En cualquier caso, toca pinchar en Leer más.
El tic de Horkheimer
A mitad de la oscura década de los cincuenta Max Horkheimer –hombre al que las noticias empezaban a hacer un viejo- vivía cegado por tres relumbrones. El primero había sido el derrumbamiento capitalista del 29; después la llegada del fascismo, que añadía metros a esa caída. Ahora, por fin, se hallaba rodeado de la más salvaje plutocracia. A decir verdad, tal estado no le produjo disgusto: era preciso que un crítico no se alejase de su objeto.También la primavera debe volver periódicamente a las sedientas llanuras de la sabana. Sin embargo en el cincuenta y cinco necesitaba más que nunca de perspectiva. La crítica del capitalismo y, por extensión, de la sociedad americana, no podía hacerse desde la barra de una hamburguesería. A sus sesenta años había leído varias veces Las tentaciones de San Antonio, de Flaubert, y llegado a la conclusión de que la única perspectiva posible debía de contener algo que no era muy bien visto por sus amigos marxistas: precisamente, la tentación. Por eso se propuso que irse a los Estados Unidos fuera una suerte de experimento privado, como el del científico que se inyecta el veneno para abocarse a encontrar su antídoto. No era buen momento, empero, de llevarlo a cabo. Se decía por ahí que su exilio americano iba convirtiéndose en un paraíso. No obstante, si no criticaba el capitalismo a su edad no lo criticaría nunca, pues pensaba honradamente que lo que había hecho hasta entonces era lidiar a la bestia, quizá no sin arte, pero evitando entrar a matar.
De modo que, como San Antonio, se aisló. Alquiló un modestísimo piso sin teléfono bajo las pilastras del puente de Brooklyn y se dedicó a escribir y observar por las ventanas con mosquitero cómo la sociedad iba pisoteando diariamente al individuo. Al principio todo fue requetebién: estaba rodeado de negros que llegaban al atardecer de las fábricas de los blancos, ilustraban con sus novias en el descansillo durante unos minutos las crónicas de pobres amantes y, de madrugada, partían de nuevo hacia la fábrica como atlantes mal pagados. Horkheimer apostaba contra ellos como si se tratase de caballos, en la soledad de aquel apartamento amueblado con un infernillo, una nevera en la que había que renovar todos los días la barra de hielo, una cama, una mesa de trabajo junto a la cama y una estantería en la que los libros de su discípulo Theodor W. Adorno –al que él llamaba Wiesengrund porque era lo que más le cabreaba- estaban colocados a la buena de Dios en la balda de abajo, de la que casi nunca quitaba el polvo. Como se ve, nada de necesidades consumistas, nada del discurso repetido de la publicidad, por más que los negros en los pasillos anduvieran “golpeando eternamente la máquina del jazz”. También había renunciado, a pesar de ser un viejo, a los pases de dibujos animados que reponía el cine de la esquina, a los relamidos actores “smart” de Hollywood y todas esas nuevas películas que tanto le recordaban las de la Ufa.
Por fin trabajaba a gusto contra lo que quería. Una especie de pátina de prestigio le había despojado siempre de su verdadera naturaleza, en la que tan cómodo se sentía ahora: la naturaleza de espía, de soplón, de gorgojo del sistema. Nadie tenía su dirección, excepto el casero, al que le había dicho que era un profesor de párvulos.
-¿Con ese nombre? – le preguntó el tipo, quizá porque todos los nombres alemanes se habían hecho sospechosos y aquel hombre llevaba un número tatuado en la muñeca.- ¿No estará usted huyendo de algo?
-De todo, menos de la policía…
Desde ese momento no tuvo que hablar más con él. Incluso podía retrasar lo que quisiera el pago del alquiler, cosa que no hizo demasiadas veces: prefería –en los Estados Unidos- la acusación de nazi a la de insolvente.
Poco tiempo necesitó para dedicarse a medir, como un buscador de lombrices, la resaca del capitalismo y de su brazo más potente: la industria cultural. Los negros arriesgaban la mitad de sus sueldo a la lotería y, cuando ésta no les tocaba –la lotería nunca toca a los negros- se consolaban con el jazz y con las películas de Victor Mature. A lo lejos, en la bahía, la estatua de la Libertad le parecía uno de los mitos de Cthulhu que, cuando era encendida por las noches, cobraba vida con objeto de enganchar voluntarios para la guerra de Corea.
Escribió denodadamente durante varios meses, quizá tres o cuatro. ¿Denodadamente? Apocalípticamente, más bien, en tanto que veía crecer dentro de sí esa férrea resistencia contra el terror hacia la vida que había vivido. Más que nunca, era preciso denunciar el poder político como una reluctancia del poder económico capitalista, la democracia como un disfraz y los datos estadísticos como lentejuelas de ese disfraz (no quiso escribir “adornos”). Vio por la ventana, como el capitán Nemo por los ojos del Nautilus, a las multitudes de un mundo absurdo que eran fácil presa de una decantación irrecusable de pobreza y degradación. Vio cabezas vacías, a medida que la suya iba vaciándose en aquel ensayo sobre la industria cultural. Vio la latente in-pertinencia de la cultura clásica, sin dejar de tener en cuenta que era aquella misma sociedad capitalista la que había convertido a Marx en un clásico y al materialismo en una dialéctica de salón de té. No es que, a tenor de lo ocurrido en Rusia, echase de menos algo tan espectacular como la dictadura del proletariado, pero el pensamiento filosófico que la había previsto –o, como diría un magnate norteamericano, diseñado- tenía aún profundas raíces en su corazón. Escribió febrilmente, como un Chandler en sus mejores tiempos, tanto que a menudo volvía a la ventana para no perder el punto de vista pragmático.
¿Y qué es lo que veía? Un mundo deshabitado, lleno de alienados por dinero o por indigencia. Grandes carteles de neón que anunciaban una bebida borrascosas e indigesta llamada Coca-Cola, un trozo del edificio de la Chrysler, trabajadores chinos que fumaban opio en lugar de creer en Buda, negros que adoraban la piel de Frank Sinatra y blancos pobres que suspiraban por la de Sidney Poitier. Pero, sobre todo, veía cómo él mismo iba colocando las grandes bombas filosóficas que iban a dinamitar todo aquello. Él, con su pensamiento avejentado, venido de Europa, casi vergonzosamente retrospectivo. Él, Max Horkheimer, un sexagenario que pagaba su alquiler, se sentía aún lo bastante joven para aislarse y transformar aquella “aristocracia espiritual” de Baudelaire en pragmatismo y filosofía, sobre todo en una peregrina ciencia de lo pragmático que odiaba todo lo pragmático, y el jazz sobremanera.
“Las grandes pruebas del espíritu son silenciosas –le decía, citando a Michaux, al mozo del hielo cuando le abría la puerta-. No las presiente ni la dialéctica” Todo fue inmejorablemente, en efecto, durante aquellos meses que constituyen los mejores de la etapa creativa de Horkheimer: dilucidó su pensamiento, lo aclaró y lo puso al día. Es más, se reconcilió con él, después de una relativa separación –un caprichoso ahorquillamiento provocado por un rebrote de sociologismo-, mientras aún los dos caminos se hallaban a la vista.
Ahora bien –y aquí es donde diferentes autores, historiadores de la filosofía y amigos discrepan-, tal etapa no estuvo totalmente exenta de problemas. El origen de esos problemas se halla a merced tanto del albur, para unos, como de la exégesis, para otros. Por ello, la existencia de esa solapada leyenda negra que hoy se comenta en varios círculos, al considerarse que no puede perjudicar en nada su pensamiento, tampoco ha de constituir menosprecio alguno para la integridad de su prestigio.
Tal leyenda, o infundio, o como se le llame, que ha sido satirizado mediante el famoso “tic de Horkheimer”, parte desde luego de testigos del todo ajenos a la comunidad filosófica. Uno de ellos es el casero del apartamento en que Horkheimer vivía. Sin ninguna animadversión, tal individuo en cierta manera divulgó el parecer del filósofo ante el hallazgo de un aparato de radio que había estado oculto en un mueble empotrado durante los meses previos al arrendamiento de la vivienda. El casero, llamado Robert Süss, reveló que ya en la última etapa de su hospedaje encontró a Horkheimer más agotado de lo habitual. Era un hombre viejo y solo que se pasaba el día mirando por la ventana. Fue en esos días cuando, seguramente buscando por la casa en una tarde aburrida -pues el cuarto donde se hallaba el aparato lo tenía desocupado- encontró la radio. Le preguntó al casero, de bastante malas maneras, por qué había dejado allí aquel ubicuo tótem de la industria cultural. Este no supo qué responder, pues hasta más tarde no se le informó de lo que realmente había ido a hacer a su casa Horkheimer, pero sin querer precipitar las cosas le respondió que al mes siguiente se lo llevaría, ya que sólo había pasado a cobrar e iba con la compra para su esposa. Se despidió, pero antes oyó que el filósofo decía algo así como que “Goebbels y el Führer le habían quitado las ganas de publicidad”.
A partir de lo constatado no hay más que hipótesis, si bien algunas bastante malintencionadas, aunque el propio Horkheimer ya respondió a ellas, antes de enfermar y morir en 1973, diciendo que la crítica más halagadora que el capitalismo pude hacer a su obra es la dirigida hacia su persona.
En efecto, las malas lenguas, las que a duras penas son esclavas de cabezas susceptibles de llamarse pensantes (cuánto menos filosóficas), han sostenido siempre la existencia de una relación casi “contra natura” de Horkheimer –en tal apartamento de Nueva York donde escribió el grueso de su diatriba contra el capitalismo- y aquel aparato de radio. Por eso, el tic aludido, esa especie de espasmo en brazos y piernas que a veces ha demostrado incluso en público, dícese debido a que Horkheimer recuerda con insistencia una vieja tonada de Benny Goodman. Pero esta teoría ha sido desmentida por algunos estudiosos del ritmo, más inclinados a identificar en tales movimientos ciertos acordes de Charlie Parker.
No hay comentarios:
Publicar un comentario