jueves, 18 de noviembre de 2010

Mi vida sin mí, de Isabel Coixet

Antes que nada, aviso para navegantes: si aún no has visto la película, si no sabes nada de nada sobre ella, entonces mejor búscate otra reseña en donde demuestren mayor sensibilidad hacia los spoiler; aquí no voy a andarme con miramientos a la hora de reventarle el desenlace –y el nudo, y el planteamiento- a quienes no conozcan de qué va. Bien, ¿ya estamos solos los que la hemos visto? Vale, pues hala, que quede claro: al final el Titanic se hunde. Y Ann se muere. Lo cual no era menos previsible que lo anterior. Pero vayamos mejor con el argumento de la peli:

Ann es joven. Ann vive en una caravana en el jardín de su madre junto a su marido Don y sus dos hijas pequeñas. Ann trabaja como limpiadora en la universidad y lleva una vida gris marcada por la resignación ante su difícil situación económica y familiar. Ann se confesaría moderadamente infeliz si alguna vez hubiera tenido tiempo para preguntarse sobre su propia existencia. Pero además a Ann le acaban de diagnosticar un cáncer que terminará con su vida en apenas un par de meses. Y claro, como es lógico todo su mundo salta hecho añicos. Porque, ¿cómo se puede encarar con cordura tu propia muerte cuando te domina la sensación de no haber comenzado siquiera a vivir? Una situación complicadísima que sería suficiente para hundir a cualquiera en la miseria. Sin embargo Ann es también una mujer valiente y no piensa dedicar más tiempo del estrictamente necesario a gimotear y a maldecir su suerte. Todo lo contrario, en un gesto de gran fortaleza se decidirá a no hacer partícipe a los demás de su delicada situación, afrontándola en absoluta soledad y evitando con ello a los suyos una angustia que a nadie va a ayudar. Y además ganándose de paso un espacio propio del que seguramente no ha podido disfrutar nunca; una libertad que le permitirá explorar por su cuenta esas otras regiones de la vida que tal vez hasta ese momento no había tenido oportunidad de descubrir o que quizá había olvidado ya sepultadas por la inercia y la rutina. Así que antes de morir se propondrá realizar tareas tan modestas como ponerse uñas postizas, decirle a sus hijas todos los días que las quiere, fumar y beber cuanto desee, ir de camping con toda su familia o decir siempre lo que piensa; pero también objetivos más ambiciosos como buscar una sustituta que haga más llevadera a sus hijas y a su marido su ausencia –anda que confía mucho en el buen criterio de Don-, reconciliarse con su padre preso al que no ve desde hace diez años , conseguir que alguien se enamore de ella o conocer más varón que su marido –anda que quiere mucho a Don.


Una programación que la llevará sin duda a disfrutar de una vida más plena y más intensa, pero sobre todo que le otorgará nuevos ojos con los que mirar y valorar su propia existencia. Porque en su vagabundeo en pos de cumplir sus propósitos se va a topar con una serie de pintorescos personajes que le ofrecerán una lección impagable: todos, desde el médico incapaz de mirarle a los ojos y que le regala caramelos de jengibre, hasta la camarera cuyo gran sueño es operarse para que la confundan con Cheer, pasando por la peluquera de trenzas que se lamenta por el destino injusto de Milli Vanilli, la compañera de trabajo obsesionada con la comida y las dietas, la vecina traumatizada por esos bebes siameses a los que vio morir en sus brazos o ese amante solitario que vive entre cuatro paredes vacías, todos sin excepción van a enseñarle que incluso la vida más rota y aparentemente sin sentido constituye una experiencia única digna de ser aprovechada; que la existencia es siempre, aun con toda su carga de frustración, resignación y dolor, un privilegio que hay que apurar hasta las heces. Una lección que le servirá también para aprender a morir; para reconciliarse consigo misma y confesar, como Neruda, que después de todo ella también ha vivido. Y a nosotros, espectadores modositos, a no olvidarnos que no estamos menos condenados que Ann a tan trágico desenlace y que más nos vale no andar perdiendo el tiempo comiéndonos la cabeza con tonterías que no llevan a nada.

En fin, una película muy emotiva que sin embargo, y como diría quién yo me sé, he visto sin soltar ni una sola lágrima. Insensible que es uno. Y que conste que el rojo de mis ojos es fruto de una conjuntivitis tan repentina como inexplicable.



2 comentarios:

  1. Pues mira tu que nunca tuve intención de verla, pero ahora menos todavia.Hay que ser masoquista para ver una cinta española en los tiempos que corren.Y a lo peor pagandoooo.

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  2. Yo tampoco la he visto. A ver si te vas a creer que yo veo todas las películas que reseño, o que leo los tebeos que aconsejo, o que conozco los temas de los que opino. Lo mío es todo fruto de la imaginación y el deseo.

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Como no me copies te pego

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