Siempre me gustó viajar en tren. De joven y ahora, a pesar de que la gente me insiste en que el avión es mucho más rápido el tren me gusta más, además desde que estoy jubilada tengo todo el tiempo del mundo, o tal vez, ya no.
Generalmente intento conseguir el asiento junto a la ventanilla, me encanta ver el paisaje. Normalmente no comparto el sitio con nadie. Pero el último viaje fue distinto, tuve compañía.
En la primera parada de mi trayecto, subió ella. Era muy jovencita, supongo que de unos 18 años, lo cierto es que no llegué a preguntarle la edad, tal vez por coquetería no fuera ella a preguntar la mía. Su cabello era negro azabache, el pelo más largo que había visto nunca, le llegaba por la cintura. El maquillaje perfectamente aplicado resaltando sus enormes ojos de color ébano. Su cara adornada por un par de pendientes de esos que llevan tantísimo los jóvenes y que espero, no lleguen a mantener de mayores. No puedo imaginarme a alguna conocida yendo así a la compra. Vestía provocativa, ahora los jóvenes son así, ofrecen a quien las ve aquello que deberían guardar a quien las ama.
Apenas crucé con ella un par de palabras. Al poco de reanudar el trayecto tras su subida, su teléfono sonó. Uno de esos sonidos que llevan los jóvenes, estrambótico y llamativo. Nerviosa empezó a rebuscar en enorme y caótico su bolso hasta que consiguió sacar un pequeño teléfono móvil, con una sonrisa de oreja a oreja tras identificar al llamente respondió a la llamada. Por cortesía miré hacia la calle, no obstante la proximidad de nuestros asientos era la culpable de que yo oyese la conversación.
Ella exaltada, nerviosa, inquieta, ilusionada y algo atropellada le decía a su interlocutor como se sentía ante aquella acción. Se iban a ver en apenas unas horas. La otra persona le daba indicaciones de dónde le esperaría. Ambos se sumieron en una conversación más íntima, donde se confesaban sentimientos profundos, tal vez demasiados para su edad.
Mientras observaba el paisaje dejé volar mi memoria.
Me recordé a los 24 años, ilusionada, nerviosa, inquieta y exaltada, tal y como mi compañera de viaje. Tal vez las generaciones sean diferentes pero hay cosas que nunca cambian. Yo cogí un tren dirección Sevilla. Allí me esperaba él. Nos conocimos el verano anterior, él vino a Madrid por unos asuntos familiares. Y un día caminando por el parque me abordó con esa sonrisa preguntándome por alguna calle que ni él ni yo conocíamos. Tal vez inventada, pero la excusa perfecta para pararme y sacarme de mi ensimismamiento. Tenía una sonrisa preciosa que hacía juego con aquel acento tan divertido y simpático.
Aquel mes que pasamos juntos fue inolvidable, divertido, mágico, me fue enamorando día a día. Cómo me miraba, cómo me posaba la mano en la espalda para cederme el paso, cómo me acariciaba la mía en cualquier descuido al caminar juntos, cómo nos besábamos anhelando más el uno del otro. Pasado el mes, Antonio tuvo que volver a su tierra. Y yo me quedé aquí, con promesas y recuerdos y la esperanza de cumplirlas.
Tras un año recibiendo cartas suyas y enviándoles trocitos de mi corazón en cada una de ellas, decidimos dar un paso más allá. Vivir juntos. Era una decisión complicada, sobretodo para mí, una mujer joven, en aquella época viviendo en otra ciudad y con un hombre sin estar casados. ¡Qué disgusto se habría llevado mi madre de saber a dónde iba! Por suerte, le dije que iba unos meses a Francia, a trabajar en un viñedo con una amiga mía y su familia. Aquella explicación estaba mucho mejor vista y a mis padres les convenció lo suficiente. Insistí para que no me fueran a despedir a la estación alegando que no me gustan las despedidas y no quería partir triste.
Y ahí estaba yo, sentada en el tren de camino a Sevilla. Durante el viaje fantasee cómo sería vivir con él, solos. Ya no tendríamos que besarnos a escondidas, que acariciarnos con límites. Yo le amaba y el a mi. ¡Cuántas veces me lo había dicho¡ ¡Cuántas veces me había hecho sentir amada! Pasé el viaje entre nervios y fantasías. Se me hizo corto.
Por megafonía anunciaron el fin del trayecto. Había llegado, no había marcha atrás. Cogí firmemente mi maleta, aferrándome a ella, pues así me sentía segura. Ciudad nueva, gente nueva, sentimientos nuevos y ella, mi vieja maleta a mi lado.
Al salir de la estación lo encontré, apoyado en la pared de enfrente, sobre sus labios se posaba un cigarrillo, estaba nervioso, casi tanto como yo, sorprendentemente al ver su nerviosismo me tranquilicé. En ese mismo instante levantó la mirada y me vio. Su cara, su expresión era amor. Corrió hacia mi y yo, hacia él. Nos fundimos en un abrazo acompañado con un fugaz beso. Cogió mi maleta y caminamos juntos, paseando, contándonos aquellas cosas que no nos habían cabido en las cartas. Deseaba besarlo, pero el pudor se apoderó de mí.
Al llegar a su casa, me invadió la vergüenza, la timidez, pero él supo alejarlas tras instalar mis cosas en mi dormitorio, camino hacia mí, y me beso. Con dulzura, posando sus labios en los míos, mirándome intensamente, ese beso provocó en mí el deseo de otro más. Y otro. Los besos acompañaros las caricias con las que tanto había fantaseado al leer sus cartas. Las caricias precedieron a los roces, al sudor, a los jadeos, al placer, al amor al fin y al cabo, para mí era el mayor de los actos de amor.
Aquella noche dormimos juntos, abrazados. A la mañana siguiente me sentía deseada, amada, feliz. Me arreglé apresuradamente, quería despertarle con un desayuno estupendo antes de que él se despertara. Bajé a la tienda más cercana, a comprar unos bollos. La señora de la tienda me preguntó dónde me alojaba, titubeé un momento, pero recordando el amor tan grande que nos teníamos, la noche que habíamos pasado juntos, decidí admitir que vivía con él.
- En la casa del Señor Antonio, una calle más arriba.
- ¿Antonio Gómez? - La dependienta palideció.
- Si, señora, ese mismo. – Su cara empezó a ponerme nerviosa.
- ¿Y hace mucho que se conocen? – me interrogó.
- Algo más de un año. ¿Ocurre algo señora, se encuentra bien?- me miró fijamente, respiró profundamente y soltó el aire lentamente. Se recompuso el moño y cuando estuvo preparada respondió.
- Cariño, yo me encuentro muy bien, pero no sé como te encontrarás tú cuando te diga esto – hizo una pequeña pausa, o al menos así lo recuerdo, mi corazón estaba desbocado, ¿Qué ocurría?- Cariño, Antonio Gómez está casado. Se casó hace un año. Y su esposa está esperando un niño. Se ha marchado un par de meses fuera para que su madre le ayude antes de alumbrarlo.
Aquella noticia me partió el alma, el corazón, me arrancó la vida. Corrí, pero no a casa de Antonio, a la estación de tren, a mi casa.
Una locución me recordó que habíamos llegado, me sacó de mí letargo, me dí cuenta de que un par de lágrimas habían recorrido el surco que marcan mis arrugas y estaban pensando si precipitarse al vacio o no desde mi barbilla. Miré a mi lado y allí estaba ella, nerviosa, inquieta, feliz, esperanzada y con ansias de comerse el mundo.
Solo esperé que su viaje tuviera un final más feliz que el mío. La despedí con cariño, como a una nieta. Y salí de la estación, Sevilla. ¡Qué bonita es!
¿Habrá 2ª parte, no? por que creo, que lo has dejado un poco en el aire...
ResponderEliminarNo suelo hacer segundas partes, lo mio nunca son los finales, y la señora que me contó la historia apenas me dio detalles. Sólo que tenía una familia mientras la cortejaba.
ResponderEliminarSaludines Paco :P
Vaya con Antonio, y yo con estos pelos. Me gustó la historia pero lo veía venir desde que renunciaste a ir a la viña y te montaste en el tren, tan ilusionada. "Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas" jeje
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