miércoles, 2 de marzo de 2011

La torturadora de los pequeños placeres.

Nada de su aspecto físico destacaba en ella, morena, de estatura media, con estrechas caderas y una sonrisa que recordaba a la niña pequeña que había dejado paso al cuerpo de mujer.

Todas las mañanas se levantaba temprano, demasiado para ella, acostumbrada a trasnochar, cualquier hora anterior a las 9, sin duda era madrugar. Su trabajo le encantaba, a pesar del horario. Tenía una pequeña librería en una callejuela, de esas con encanto que al pasar por la puerta te atraen como por arte de magia en busca de algo que ni tú sabes.

Arena, que era como se llamaba nuestra pequeña librera, a menudo pasaba desapercibida para la gente, por más que la intentaban recordar no atinaban a describirla, a pesar de aquella sonrisa y la dulzura de sus modos. Siempre pensó que por ese motivo nunca se habían enamorado de ella, porque no la recordaban. Anhelaba sentirse enamorada, deseada y amada.

Como a pesar de no sentir ese amor, sentía deseo y excitación, algunas noches salía, consiguiendo sexo para ir subsistiendo. Una noche, uno de sus amantes le propuso usar una máscara, no supo si por su fulgor o el deseo de su compañero, pero aquel fue uno de los mejores polvos de su vida.

Un viernes le llegó a su buzón de correo electrónico una invitación a una fiesta. Apenas tenía un ligero recuerdo del remitente, pero aquello no fue óbice para faltar a la cita, era una fiesta y a ella le encantaban, más aún cuando leyó que era de disfraces.

Durante todo el día estuvo paseándose por la librería pensando de qué disfrazarse. En un momento sus ojos se posaron en un libro sobre máscaras. Recordó la noche que tanto disfrutó y decidió que llevara el disfraz que llevara, usaría máscara.

Horas después, ataviada con un traje de época y su máscara veneciana cruzó el umbral de la fiesta. Estaba llena de personajes de dibujos, de época, de las revistas del corazón e incluso algún que otro disfraz ingenioso.

No localizó a la persona que le había invitado, pero realmente no le importó, entabló conversación con un pequeño grupo de personas que estaban junto a la barra. Tal vez el ir disfrazado facilitaba las relaciones sociales. Entre ese pequeño grupo destacaban los ojos de un Zorro. Cruzaron las miradas, risas y alguna que otra caricia.

Al final de la noche ambos se fueron juntos a su casa. Siguieron las caricias y las sonrisas y a ellas se sumaron los besos, las miradas, poco a poco se fueron despojando de sus ropas, eso sí, dejándose puestas las máscaras.

En un momento dado, él se carcajeó diciendo que con esa máscara parecía una torturadora, eso le hizo gracia a Arena y decidió adoptar tal papel, se autoproclamó la torturadora de los pequeños placeres. Al Zorro la idea le encantó, e incluso hizo que la deseara más.

Poseída por su personaje, ató al zorro al cabecero de la cama, no podría ser una torturadora sin tener un “preso” al que torturar.

Salió del cuarto y entró un par de minutos después. Volvió desnuda, segura y con su máscara puesta. Sin duda iba disfrazada de la torturadora de los pequeños placeres.

Subió a la cama y sentada a horcajadas sobre él comenzó con las torturas.
La primera, cosquillas, visto así no parecerá una tortura, pero en esa posición y con ella intentando hacerle cosquillas lo era, además a él no se le tenía permitido reír.
La segunda, caricias, comenzó a deslizar las yemas de sus dedos por su torso desnudo, rozando con timidez cada rincón de su cuerpo.
La tercera, susurros al oído rozando con premeditación el lóbulo de su oreja con sus labios.
La cuarta, aguantarle la mirada, con deseo, mientras ella se balanceaba poco a poco notando la excitación de su preso.

La quinta tortura que ejerció consistió en lamerle los labios mientras él no tenía permitido moverlos.

La sexta, acercar su pezón a la boca de él, parando en la distancia justa para que él no lo alcanzara.

La séptima, lamer uno de los dedos de él, sólo uno, mientras le miraba desafiante.

La octava, recorrer su propio cuerpo con el dedo de su preso, haciéndole consciente del deseo de ella y de su respiración agitada a medida que el dedo recorría centímetros de su cuerpo.

La novena, tumbándose sobre él, rozando ambos cuerpos desnudos, y besarle con deseo, con furia, con fuerza como si con un solo beso le pidiera terminar la peor de las torturas, poseerla.



La décima, salir del cuarto.

Volvió un par de minutos después, vestida y aún colorada por la excitación que seguia teniendo.Ante la expresión de su preso, le liberó. Éste continuaba atónito cuando ella le dijo:

- Décima tortura, la peor de todas, irme sin terminar lo que he empezado y deseo tanto como tú.

Él pensó en decir algo para detenerla, pero no pudo, tenía razón era una gran tortura, además la situación le dio tanto morbo que se juró a sí mismo devolverle la tortura.

Días después Arena como cada mañana acudió somnolienta a su tienda, al ir a abrir el cierre encontró una rosa con una nota.

- ¿Cómo no reír contigo?

Arena algo extrañada no supo interpretar el mensaje, tardo casi medio día hasta que pensó que podía ser él. Descartó la idea al segundo, ¿Cómo podía haberla identificado si ni siquiera le había visto la cara?

A la mañana siguiente otra rosa, otra nota:

- Notar tu dedo recorriéndome fue una tortura, pero más aún ver tu cara de deseo mientras lo hacías.

Las notas fueron sucediéndose haciendo siempre alusión a las diferentes torturas:

- Tu voz me torturó aún cuando te habías ido.

- El balanceo de tus caderas fue una tortura de lo más excitante.

- El sabor de tu lengua en mis labios, qué deliciosa tortura.

- Alejarme esos centímetros de ti, tortura que me enloqueció.

- Permitirme rozar tus labios, torturó mis deseos.

- Comprobar tu excitación aunque fuera con un dedo, fue una tortura que repetiría en cualquier momento.

- Con la penúltima tortura pensé que había terminado todo.

Así llegó el décimo día, en el que ella esperaba otra rosa con otra nota. No fue lo que encontró. No había nada. Desilusionada pensó que tal vez no haber hecho nada para responderle había provocado que éste se cansara. Anduvo cabizbaja todo el día pensando qué había hecho mal.

Al caer la noche, cerró la tienda aún ensimismada, justo al girarse tras echar el cierre le vio, frente a ella. Esos ojos eran inolvidables. En la mano él llevaba un ramo de rosas, con una nota. Se lo entregó sin decir palabra, ella algo sorprendida sacó la tarjeta pudo leer:

- Torturadora de los sentidos, ¿abolimos la décima?- ella se limitó a asentir.
Y allí, en el estrecho callejón y a pesar de que pudieran aparecer miradas indiscretas comenzaron casi donde lo habían dejado, con deseo, excitación y pasión.

7 comentarios:

  1. Yo pretendía comentar algo, pero casi como que no sé muy bien qué decir... buen relato... ante algo así tampoco sé muy bien qué más añadir que ¡bravo!
    Un cuquibeso... ups, perdón, que esto era en otros blogs... aquí va un beso.

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  2. Joe Pachi se puede comentar de todo. Al menos sé que no te disgusta, el silencio me tenía asustada... no es típico en vosotros.

    Un beso (cuqui) muaks

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  3. nadie en el espejo (el letrina anteriormente conocido como buendía en el espejo)3 de marzo de 2011, 17:24

    polvo eres y polvo desearás o no.

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  4. Mmmmmm, espero k los albañiles tarden un rato en llamarme... Creo k me has puesto en un compromiso... Jajajajaja.
    ;-)

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  5. Pero qué clase de depravación es esta, cómo se te ocurre publicar una indecencia semejante en un blog tan pulcro y tan católico prácticante como este. Habrase visto tamaño descaro, ni que estuvieramos en un burdel...

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  6. Tienes toda la razón, ahora mismo suprimo la entrada. Lo siento.

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Como no me copies te pego

Reservado todos los derechos a los lectores, que podrán copiar, manipular, alterar y hasta leer todos los textos de este blog. Eso sí, se agradecería que mencionaran de dónde diablos han sacado el juguetito.