El Royal Concertgebouw, en Amsterdan, tiene fama de ser la sala de conciertos con la mejor acústica del mundo. Y es muy probable que sea así. Hace unos años tuve la ocasión de asistir a dos conciertos para comprobarlo. En la pequeña sala adjunta a la gran sala de conciertos, donde ejecutan los grupos de cámara su arte bajo una cúpula de un blanco nacarado, sonaron las notas de Haydn y Mozart con nitidez diamantina, como si aquel lugar destilara la magia de hacer nuevo y puro lo resabiado y familiar a despecho de la belleza sublimada. Al día siguiente, aturdido y dizque alelado bajo los efectos de aquella experiencia musical, acudí de nuevo como quien se frota los ojos en la expectativa franca de hacer inútil el gesto, no fuera que la realidad quedara malbaratada por, haciendo analogía que me parece de conveniencia y efecto, suponerle a las prédicas de un Angelus Silesius otro contenido de verdad que no le bastara con las insinuaciones apagógicas de ni esto ni aquello pero, no obstante, el arrobo encantador de su fantasear travieso que nada busca pero que todo lo quiere bajo la Luna de agosto. Y en aquel segundo día de disfrute, fue la sala mayor la que se abrió a la orquesta y a su nonagenario director. Tocaron el triple concierto para violín, violonchelo y orquesta, de Beethoven, y aquello sonó con un olor de jazmines; como los jazmines de la sevillana Puerta Real.
No quiero decir con lo anterior, en la sinceridad que se concedería a una actitud de tan apolínea desgastada que la versión suprema que jamás se haya registrado de la pieza que escucharemos dentro de un momento –y ya estamos impacientes pero enseguida llegaremos- deba su excelsitud y grandeza al sólo hecho de que tuviera lugar en donde acabo de referir; qué va. Habría bastado con que Szeryng hubiera tocado con un manubrio o Starker con una yenka para que la cosa no hubiese variado en lo substancial porque, que nadie se engañe, Szeryng es Szeryng y Starker es Starker y eso todo el mundo sabe que ya es suficiente. No es el virtuosismo sino la musicalidad, un concepto etéreo que los ajedrecistas desde muy antiguo signaban como el espíritu de la posición; una cierta intuición que opera sin red y sin miedo al fracaso y que justamente por eso no sólo nunca fracasa sino que acierta siempre. De esto estamos hablando. Sí. Y con eso y con lo que vendrá, que no será todo, tal vez algún lector quisquilloso piense que exagero, como quien se deja llevar por la ebriedad de una verborrea que no encuentra un anclaje al que asirse y hace en volandas lo contrario de lo que nos enseña el avestruz cuando la cosa se pone parda. A esas diatribas imaginadas no sin la fe de aquellos que comparten el precepto de pensar en cabeza ajena contestamos con los dos enlaces que figuran a continuación, porque si me aviniera en enredar con palabras las palabras que yo pongo en otros que tal vez nunca pronunciaran por la razón o sinrazón que fuere, nada se ganaría que no estuviéramos perdiendo ya al malgastar nuestro tiempo en otra empresa que no fuera la atenta escucha de este primer movimiento venerable; helo pues, y que al respecto no se diga más (bueno, sí, una cosa, que lo han partido en dos; cosa a tener en cuenta en el Juicio Final, digo yo):
Y ahora, después de haberlo escuchado, y de lamentar que no se encontraran en la Red -es decir, que yo no lo encontrara con mi “patosidad” (sic) habitual y una pizca jactanciosa-, ni el segundo ni el tercer movimiento, tengo la certeza de que estos, aquellos y los de más allá habrán revivido el espíritu de la Koiné y del sensus communis, por una vez común sin excepción. Añadiré una nota de dolor y otra de regocijo: No tuve la dicha de escuchar en vivo a Szeryng, pero uno de mis primeros discos fue su interpretación de los conciertos de Tchaikovsky y Mendelssohn, que, desde entonces, los he asumido como de referencia absoluta. Su interpretación de las sonatas y partitas para violín solo de Bach, por citar algo más, es, en el marco de las no historicistas, la quintaesencia de la madera y las cuerdas en un maridaje de pura enarmonía. Vaya esto por el dolor y venga lo que sigue por el regocijo: Sí tuve la fortuna de escuchar a Starker; y fue en el Teatro Lope de Vega, en Sevilla, promocionando la grabación de la integral, que había hecho hacía poco, de las sonatas para violonchelo y piano de Beethoven. Fue muy divertido verlo aparecer y comenzar el concierto frenético para, al cabo del primer movimiento y antes del segundo, pedir disculpas por tener girada la partitura, que volvió del revés, es decir, puso al derecho, como si eso le fuera necesario para continuar. Hubo carcajadas. El sonido de su violonchelo es inconfundible en su interpretación de las suites para violonchelo solo de Bach; una de las mejor logradas hasta la fecha.
No teniendo la versión íntegra de Szeryng y Starker con la Royal Concertgebouw Orchestra dirigida por Bernard Haitink, he optado por sugerir otra que es excelente y magistral: La de Julia Fischer y Daniel Müller-Schott. Les escuché este mismo concierto a ambos hace unos meses, en Murcia, aunque acompañados por la orquesta de Monte Carlo. Como podréis comprobar ambos hicieron lo que pudieron. Espero que os guste esta obra maestra de Brahms, la última pieza concertante de su catálogo.
Buenas noches. (¡Anda!, se me ha olvidado hablar algo de Brahms: Desde luego, qué poca vergüenza...)
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