Empezó inocentemente, es decir, sin que nadie tuviera conocimiento de su comienzo. Fue en un concierto que Maria Joâo Pires dedicó íntegramente a la obra de Schubert. Tocó con su inigualable sensibilidad y distinción en aquel evento organizado por la Sociedad de Conciertos de Alicante, en el marco habitual de sus actividades: El Teatro Principal. Al acabar, el público asistente, acostumbrado a escuchar a grandes pianistas, manifestó una emoción como pocas veces se había visto. Aquel concierto lo cerró la artista portuguesa con una obra maestra crepuscular: La Sonata para piano en Si bemol mayor nº 3, D.960. Consiguió con su interpretación el infrecuente retorno del Arte a sus raíces místicas, al fulcro filogenético en que reside la actitud religiosa primordial, una religión natural que, al decir de Pessoa alias Caeiro, todos los seres vivos profesan salvo los humanos, desvinculados de la Naturaleza por su terca disposición a pensar. Pires nos devolvió por unos momentos eternos la sensación pura y la emoción sin parafina, elevando en la paradoja nuestro estado de conciencia a una inconsciencia feliz tal vez asimilable con eso que los budistas llaman nirvana. Y, entonces, sin que nadie lo supiera, empezó.
Algunas semanas después lo comprendimos. Fue en otro concierto memorable, de otro pianista extraordinario, el húngaro Zoltán Kocsis. Una parte importante de su programa estaba dedicado a su compatriota Kurtág, compositor en extremo interesante y que, seguramente, Kocsis tuviera especial interés en interpretar. Pero ocurrió. Y por más que fuera impensable, lo cierto es que la mayoría recibimos el anuncio desde el escenario como si fuera algo indefectible e inevitable. El presidente de la Sociedad informó que se habían recibido innumerables solicitudes de los socios para volver a escuchar la Sonata D. 960 de Schubert y que al comentárselo al maestro Kocsis pocos minutos antes del concierto, sin escamotearle cierto interés morboso por comparar su interpretación con la de Pires, éste se había avenido a tocarlo. Como contrapartida, no tocaría las piezas de Kurtág. Esto de no tocar a Kurtág, dicho sea al pasar, trajo como consecuencia reacciones que no vienen al caso relatar pero que tuvo como resultado de apoteosis una propina de Kocsis en la que la figura de Kurtág adquirió dimensiones intemporales.
De cómo se puede unos minutos antes de tocar un concierto cambiar el programa y tocar a Schubert como si tal cosa, es algo que no estoy en condiciones de responder pero es evidente para cualquiera que sólo estar dispuesto a aceptar un reto así, en el que además se va a ser comparado con una de las más grandes pianistas del mundo que, por si no fuera bastante, llevaba la pieza en su programa, denota un carácter muy fuerte al servicio de una habilidad que durante muchos años ha probado ser genial en cientos y cientos de representaciones. Entiéndaseme, no es que Kocsis tuviera que demostrar nada; eso habría sido como pedirle a un pájaro explicaciones sobre el vuelo; solo bastaría tener en el recuerdo sus interpretaciones de los conciertos transcriptos para piano de Bach para saber que aquello es digno de las acrobacias de un halcón peregrino. Lo llamativo no era eso, sino el empaque, la serenidad, la entereza de quien se presta a una comparación sabiendo con certeza el resultado.
Kocsis interpretó a Schubert dando la clave que permitía interpretar correctamente la aproximación de Pires. Fue su complemento ideal: Enérgica, vigorosa, frenética, desbordante, en suma, puro fuego. En tanto que la de la portuguesa, ahora lo sabíamos, era delicada, sutil, evanescente, etérea, en síntesis, aire puro. Aquella fue una noche grandiosa, el principio de lo que vendría después.
Nunca me había pasado antes. Es cierto que Radu Lupu, el virtuoso pianista rumano que es hoy considerado una leyenda, tenía cierta fama de hacer aquello en alguno de sus conciertos pero el peligro parecía haber sido exorcizado al sonar las notas de la primera pieza de su programa y terminar con la segunda y última de la primera parte, la Sonata nº 23 en La menor, Op. 57 “Appassionata”, de Beethoven. Eso lo interpretó de manera excepcional. Sin embargo, por sorprendente que parezca, el máximo interés del público no estaba en la celebérrima sonata de Beethoven sino en la sonata que tocaría en la segunda parte de su programa; en efecto, la Sonata D. 960, de Schubert. Una casualidad simpática que hacía innecesario solicitar a Lupu lo que se había hecho con Kocsis. Lupu se enteró probablemente de esta historia poco antes de su concierto, como una anécdota de obligado relato por parte de los organizadores. Sea de ello lo que se quiera, lo cierto es que Lupu no reapareció tras tocar a Beethoven, alegando indisposición; y no diré al respecto nada más. Y como empezó concluyó: con inocencia, sin más.
Nada al respecto, como he dicho, pero sí al hilo de lo anterior. En aquel semiconcierto Lupu comenzó con una pieza que me dejó estupefacto. Conocía al checo Janacek, especialmente por algunas de sus óperas y sus cuartetos, especialmente el primero, que lleva por título “Sonata a Kreutzer”, en honor a Tolstoi, pero reconozco que hasta aquel día no sabía nada acerca de su obra para piano. Tocó “In the Mist” (en la niebla), composición de 1912. Aquel ambiente sonoro, subyugante al tiempo que doliente y opresivo, en el que el dolor y la serenidad habitan bajo el mismo cielo me recordaron, de improviso, algunos de los poemas de Vladimir Holan, el genial poeta checo que escribiera “Avanzando”. En aquel libro de poemas, escrito en circunstancias trágicas y parejas a las que tuvo lugar la gestación de “In the mist”, es decir, el desgarrador sufrimiento por la pérdida de una hija, podía leerse lo que sigue:
Sonrisas
Hay muchas sonrisas.
Pero estoy pensando en la más difícil,
La sonrisa más simple.
Está profundamente incrustada, surcada en todos los sentidos
Es una sonrisa a la que falta sólo una arruga
Para desenredarlo todo y estar a punto para el nombre de Dios en su totalidad.
Una sonrisa así se queda en el rostro
Un poco más que la alegría de donde procede-
O bien es la sonrisa la que precede a la alegría
Y desaparece
Dejando la cara toda para la alegría sola.
Poema que expresa el valor de lo que se ha perdido y que, cuando se pierde, pone en evidencia la naturaleza de lo que somos con quienes somos; véase:
Disco de gramófono
“¡Este disco está resquebrajado!”, dice la voz del daimon…
Y, en efecto, un negrodorado rayo de nada
Se encasquilla en la grieta entre Dios y el hombre,
Una espina de incertidumbre araña la grieta del muro del cementerio
Y el aguijón del secreto rasga la grieta de la mujer.
Jugamos… Jugamos con el tiempo a atraparnos
Pero todo sigue dando vueltas… De ahí nuestro
Conocimiento, un conocimiento de meras apariencias…
Nunca agradeceré lo bastante a Lupu la interpretación de “In the mist”, en la que tal vez no habría reparado, luego de escucharla, de haber ejecutado aquella sonata de Schubert, tan bella por lo demás. Escuchemos ya esta obra que en palabras de Jaroslav Vogel “no contiene un único momento de respiro… es un largo esfuerzo de resignación y repetido dolor que predomina incluso en el final”. Al piano Rudolf Firkusny, en una excelente interpretación.
Buenas noches, buenos recuerdos.
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