King Arthur es para muchos la ópera de Henry Purcell que más lejos se ha internado por el camino de la perfección. La letra pertenece a John Dryden, quien con bastante probabilidad utilizó la obra para ilustrar las desavenencias de los recién constituidos bandos de los Tories, partidarios del Duque de York, y de los Whigs, adscritos a la causa del ilegítimo pero protestante Duque de Monmouth. La ópera, en efecto, proyecta sobre la sucesión del rey Carlos II unas concomitancias narrativas que difícilmente pudieron pasar inadvertidas a los indígenas de su tiempo; y menos para nosotros, enanos encaramados a hombros del Tiempo.
Articulada en cinco actos, la estructura dramática sufrió ciertas modificaciones de poco peso en el transcurso de los siglos. No así el contenido, que, aparte lo mencionado, estrecha vínculos sorprendentes con La Tempestad de William Shakespeare, texto que el mismo Dryden había revisado para adaptarla a las circunstancias que imponía la Restauración monárquica tras el gobierno de Cromwell, y que sirvió como libreto para una ópera con música de Locke; Matthew Locke, aclaro. Respecto al paralelismo existente entre King Arthur y La Tempestad, algunos críticos han llamado la atención sobre el papel equivalente que juegan los personajes principales. Así, por ejemplo, Prospero y Merlin se caracterizan ambos como magos al servicio del bien, y ambos invocan también sendos espíritus senescales, Ariel y Philidel para derrotar a quienes pretendían usurpar el trono, respectivamente Alonzo y Oswald. También reyes y doncellas mantienen el paralelo, Arthur y Emmeline tal que Ferdinad y Miranda. Y ambas, además, tenían en común no haber posado la vista sobre hombre alguno; lo que en el caso de Emmeline tiene cierta gracia si atendemos al hecho de que es ciega. Tal vez un guiño gracioso característico de Purcell, que recuerda su peculiar sentido del humor, como la escena en el acto primero que presenta a los sajones rindiendo tributo a los dioses por su victoria sobre los normandos, para luego convenir que tal vez se sumara a la voluntad de los dioses el hecho de que habían perdido el miedo al embriagarse de vino justo antes de la batalla.
Disfrutaremos hoy de la celebérrima Escena Helada del Acto III, en concreto del aria What Power art thou, who from below, con la que Cupido despierta al Genio del Frío haciéndole conocer el poder del Amor. He escogido para la ocasión dos versiones que también guardan sendos paralelismos con aquéllas que dediqué el año pasado a la figura de Dowland. Empezaremos con Andreas Scholl, en un concierto que la cadena francesa de televisión, especializada en música clásica, Mezzo, programó en fecha reciente. Ortodoxa hasta el último aliento. Después, la discutida versión de Sting, en su segunda incursión por los clásicos antiguos. Juzgue el lector entrambas. Y es de referencia la versión de Klaus Nomi, que, sin embargo, no tengo el menor empacho en confesar que no es de mi gusto (hela: http://www.youtube.com/watch?v=3hGpjsgquqw )
Con la letra de esta aria y con el arte del más grande de los músicos que ha dado al mundo Gran Bretaña en toda su historia, os deseo buenas noches.
What Power art thou,
Who from below,
Hast made me rise,
Unwillingly and slow,
From beds of everlasting snow!
See'st thou not how stiff,
And wondrous old,
Far unfit to bear the bitter cold.
I can scarcely move,
Or draw my breath,
I can scarcely move,
Or draw my breath.
Let me, let me,
Let me, let me,
Freeze again...
Let me, let me,
Freeze again to death!
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Menudas fieras los duques, aunque para fiera y para duque el de Marlborough y su difraz de tigre...
ResponderEliminarLa música muy bien -me recuerda a Vivaldi, cosas de la ignorancia, supongo- aunque asusta un poco ver a hombres hechos y derechos cantando cual doncellas virginales.
No temas nada Pedro, los tiempos de los castrati quedaron atrás.
ResponderEliminarAdolfo